Historia deshiladas

El hipocondríaco

Llegó el hipocondríaco al consultorio médico, y habló con urgencia a la señorita que desde su escritorio apuntaba  a los pacientes en un grueso libro en cuyo encabezado se lee: citas del  día de hoy Dr. Hernández.

-Buenos días señorita disculpe, ¿hay espacio en la lista para hoy?

-Mmmmm… déjeme ver… si hay, un paciente canceló su cita, ¿lo anoto?

-Si por favor hágame la caridad que estoy urgido por que el doctor me vea.

-¿Trae usted alguna referencia médica?

-Claro, claro, por supuesto –dijo moviendo de un lado al otro una vieja y  amarillenta carpeta plástica raída por los bordes llena de papeles –¿tengo que esperar mucho?

-Pues está de último en la lista –respondió con naturalidad la morena desde el otro lado.

-¿Y qué número me tocó? –insistió el hipocondríaco.

-El veinte –mirando su lista.

-Ah… y ¿a qué hora llega el doctor?

-A las diez de la mañana.

            El hombre miró su reloj que marcaba las ocho y abrazó la carpeta con fuerza.

-¿Qué? Para esa hora ya puedo haber sufrido un ataque, ¿se da usted cuenta?

-Señor, no puedo hacer nada más por usted –contestó irritada la secretaria -¿va a esperar? o anoto al próximo paciente que cruce por esa puerta.

-Sí, si voy a esperar.

            El hombre se sentó en las sillas de metal, éstas le parecieron muy duras y frías, se incorporó y fue a acomodarse en las acolchadas del otro lado de la salita de espera.

-Es que no puedo sentarme en algo tan duro –Comentó a un caballero que tenía al lado –Es por mi escoliosis.

            Se acomodó una y otra vez de un lado y del otro pero de ningún modo se halló cómodo, volvió a levantarse y probó con otra  y así pasó las horas hasta que no hubo silla en el consultorio en la que no se hubiera sentado porque como a ricitos de oro  en la casa de los osos o estaban  muy duras o eran muy blandas así que cuándo lo llamaron a consulta ya era un experto en el mobiliario de la sala.

-Pase adelante ¿en qué puedo ayudarle? –Dijo el médico quien era un hombre entrado en años y de muy buen carácter.

-¿Es usted el doctor Hernández?

-Si…

-Doctor usted tiene que ayudarme creo que estoy al borde de un derrame cerebral –Prosiguió con angustia.

-Cuénteme ¿ha sentido adormecimiento en el brazo o la pierna izquierda? –Comenzó interrogatorio con tono afable.

-No.

-¿Hormigueo en la cara?

-No.

-¿Debilitamiento?

-No.

-¿Pérdida de memoria repentina?

-No.

-¿Pérdida del equilibrio o la coordinación?

-No.

-¿Ha tenido problemas para hablar o comprender?

-No.

-¿Repentinos y frecuentes dolores de cabeza?

-No, pero ayer me caí en el baño y me golpee muy fuerte en la cabeza, por eso le digo que puedo tener un coagulo y eso podría darme un ACV –Contestó convencido el hipocondríaco.

-Ah… ya veo… -Dijo mientras se dibujaba una sonrisita disimulada en su rostro -¿Y ha tenido dolor desde ayer?

-Sí.

-Déjeme ver –Continuó el galeno acercándose al hipocondríaco y examinándole el cuero cabelludo exhaustivamente –Usted tiene un pequeño hematoma y el dolor es producto del golpe, nada más –Diagnosticó.

-¿Lo ve doctor? ¡Un hematoma usted mismo lo dijo! ¡Me va a dar un derrame!

-No, no se preocupe es lo que llamaríamos coloquialmente un chichón, y de eso no se ha muerto nadie, le voy a recetar una cremita para que se la aplique tres veces al día y un calmante si hay dolor.

-¿Voy a estar bien?

-Si va a estar bien.

-Gracias doctor ¿regreso si no mejoro?

-Si claro pero no va a ser necesario.

            Una semana después apareció en el consultorio de nuevo el hipocondríaco esta vez con un machucón en una uña lanzando gritos desesperados porque según él podría perder el dedo, nuevamente el medico lo atendió y prescribió lo usual en esos casos, el doctor lo recibía cada vez que venía a verle. Las visitas del hombre se hicieron más frecuentes y siempre presentaba un nuevo y terrible mal terminal que implacablemente se lo llevaría a la tumba si no contaba con la ayuda del profesional, él  recetaba cuanto medicamento se le ocurría pero el hipocondríaco llegaba irremediablemente de nuevo a su puerta, así que no teniendo el hombre ninguna enfermedad real que se le tratase, y negándose a desalojar el consultorio si no se le recetaba algo, al médico no le toco otra cosa que apelar por los remedios  de la sabiduría popular que si no lo curaban de nada por lo menos no afectarían su salud, y así un día lo mando a darse baños de asiento, y otro a hacerse una limpieza con jugo de naranja y sábila durante nueve días, o a tomar té de yerba buena con leche para dormir y cuanta cosa dicen las abuelitas que es bueno para esto o aquello, pero al cabo de unos meses el ánimo del médico que siempre había sido cordial y bonachón no era el mismo, tornose distraído y quejumbroso. Cada vez que veía al hipocondríaco le producía náuseas y dolor de cabeza, era como si el mal del cual hablaba aquel desventurado saltara como un bicho pegajoso sobre él y se le metiera muy hondo hasta los huesos, mientras el otro salía radiante por la puerta al terminar la consulta. Un buen día de esos soleados y frescos, apareció como de costumbre el hipocondríaco.




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