Sentada en el interior de la bañera, contemplo cómo el tiempo se arrastra, viscoso, como si el mundo hubiera olvidado avanzar. El agua, antes clara, comienza a teñirse de rojo. La sangre fluye desde mis muñecas con una calma inquietante, serpenteando por mis manos, resbalando entre los dedos, hasta fundirse con el frío líquido que me rodea. El dolor, agudo al principio, se ha vuelto un susurro lejano. La hoja del cuchillo hizo su trabajo con precisión cruel. Ahora solo queda el silencio. Suelto un gemido, apenas audible, y lo ahogo. No debe escucharse. No esta noche.
La puerta está cerrada con llave. Todo está dispuesto. La nota sobre la cama, junto a una rosa roja, explica lo esencial. Las cartas, escritas con temblorosa determinación, esperan en sus lugares: una para mi hermana, otra para mi madre, y una última para mi padre. Nadie entrará. Nadie interrumpirá. Esta soledad fue elegida. Esta escena, planeada.
El agua se oscurece. La tristeza me envuelve como una segunda piel, pero no hay arrepentimiento. Esta es la única salida que puedo imaginar. Cada día que permanezco viva es una contradicción. Respiro, sí, pero sin propósito. Ocupo un espacio que no me pertenece.
La oscuridad me ha ido devorando poco a poco. Nadie me ha llamado carga, pero lo he leído en sus miradas, lo he escuchado en sus silencios, lo he sentido en cada gesto que me excluye. Me he ido desvaneciendo entre las grietas de sus expectativas rotas.
El vacío crece cuando la tristeza se ausenta. No tengo a nadie. Aquellos que prometieron estar, se burlaron, me humillaron, me traicionaron. Me dejaron sola con este dolor que me consume desde dentro. Mi autoestima se ha hecho trizas. Fui herida, y las risas de quienes se hacían llamar amigos aún resuenan como ecos crueles en mi memoria.
Las lágrimas nublan mi vista. Cada una que cae duele más que la anterior. Ya no alivian. Solo me hunden más en este abismo sin fondo, donde la tristeza y el silencio son los únicos habitantes.
¿Mi muerte dolerá a alguien? Mi madre, absorbida por sus negocios. Mi padre, encerrado en su bufete. Mi hermana, brillante y popular, con una vida que no tiene espacio para mí. ¿Quién recordará a Valeria Miller? Nadie.
No debería ser así. Pero cada día se convierte en una tortura lenta, donde el amor que doy no encuentra retorno. Donde la comprensión se pierde en el eco de la indiferencia.
Grito en silencio. Me he cansado de esperar.
Mis ojos comienzan a cerrarse. Todo se vuelve borroso. Mi mente se llena de recuerdos: la infancia junto a mis abuelos, los juegos con mi hermana, los abrazos de mis padres. Todo se desvaneció. Cada uno tomó su camino, y yo quedé atrás.
Las lágrimas ruedan por mis mejillas mientras me sumerjo en mi propia sangre.
Un golpe seco. La puerta. Alguien intenta entrar. Reconozco la voz de mi padre, desesperado. Pero sé que es tarde. Mi cuerpo no responde. He perdido demasiada sangre. Los golpes se intensifican, pero ya no tengo fuerzas.
Mis ojos se cierran. La oscuridad me envuelve. Todo se desvanece. Y mi final, triste y silencioso, se convierte en la única salida que pude vislumbrar en medio de tanto dolor.
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Editado: 20.09.2025