La habitación estaba sumida en una penumbra densa, apenas tocada por la luz de la luna que se filtraba tímidamente por la ventana abierta. El viento frío se colaba como un lamento, acariciando la piel de Ashley, que permanecía sentada frente a la noche, con los ojos rojos e hinchados por tanto llorar. En su regazo, una pequeña pistola descansaba como un secreto oscuro, mientras su mirada se perdía en el cielo nocturno, recordando aquel día imposible de olvidar: el 8 de octubre.
Durante semanas, había visitado el hospital, aferrada a la esperanza de ver a Mary, su mejor amiga. Cada día era una tortura lenta, una espera que desgarraba el corazón. Mary no mejoraba, pero Ashley se negaba a rendirse. Quería volver a ver esa sonrisa que iluminaba cualquier lugar, esa chispa que hacía que el mundo doliera menos.
Ese día, la sala de espera estaba llena de rostros cansados. Ashley se sentó en primera fila, decidida a verla. El día anterior no había podido entrar; los familiares se habían demorado y cuando le tocaba, la hora de visita había terminado. La rabia la consumió. Gritó, insultó, y casi fue expulsada por seguridad, de no ser por los padres de Mary.
Una enfermera se acercó con voz suave:
—Pueden entrar, pero no todos. Está muy cansada.
Ashley se levantó de inmediato. Miró a los padres de Mary, que le dieron un leve asentimiento. Entró con cuidado, cerrando la puerta tras de sí. Y entonces la vio.
Mary yacía en la cama, envuelta en sábanas blancas, conectada a cables que parecían robarle la vida. Su rostro estaba pálido, sus ojos apagados, y el lugar donde antes brillaba su cabello negro ahora estaba vacío.
Sonrió débilmente al verla.
—Hola, Ashley… —susurró.
Ashley se acercó, le tomó las manos con ternura, y le devolvió la sonrisa, aunque sus ojos ya se llenaban de lágrimas.
—¿Cómo está la chica más linda del mundo?
Mary soltó una risa suave, casi imperceptible.
—Soy la chica zombie.
—Estás hermosa… incluso más que yo —intentó bromear, pero Mary no respondió con risa.
La miró con tristeza.
—Ashley…
—No, Mary… no digas nada —la interrumpió, apretando sus labios.
—Sí… sabes muy bien que sí —su voz se quebró.
—Vas a mejorar. Vas a recuperarte. Los doctores encontrarán la forma de salvarte… —la voz de Ashley se rompió, y las lágrimas comenzaron a brotar sin control.
Mary la miró con ternura.
—Ya mi tiempo aquí se agotó. Es hora de partir.
—No… no puedes irte —tartamudeó Ashley, negando con la cabeza—. Todavía te queda tanto por vivir…
—Esto es difícil para ti… como para mí. Pero ya no podemos hacer nada. Solo esperar que el momento llegue.
Ashley la miró en silencio. Sabía que era verdad. Habían hecho todo lo posible. Pero no podía aceptarlo. No quería hacerlo.
La abrazó con fuerza, como si pudiera retenerla entre sus brazos. Ambas lloraron.
—Te quiero, Mary. Siempre lo haré. Nadie ocupará el lugar que tienes en mi corazón.
Mary acarició su cabello con lentitud.
—Yo no te dejaré sola. Aunque no me veas, estaré contigo. Siempre trataré de cuidarte.
Ese día lo pasaron juntas, recordando cada momento compartido, cada risa, cada secreto. La familia de Mary también se despidió. Todos lloraban. ¿Cómo no hacerlo? Se iba una luz que hacía el mundo más soportable.
Horas después, en la sala de espera, el doctor apareció con el rostro sombrío.
—Lo sentimos mucho… Mary ha fallecido.
El mundo se detuvo. Ashley sintió un dolor punzante en el pecho, un nudo en la garganta, y su vista se nubló. Las lágrimas rodaron sin freno. Los gritos de la familia se escuchaban como ecos lejanos. Se dejó caer al suelo, sin fuerzas, y lloró. Gritó con todo su ser, hasta que la oscuridad la envolvió.
....
El día del entierro, no se separó del ataúd. Cuando comenzaron a bajarlo, gritó desesperada.
—¡No! ¡Deténganse! ¡Por favor, no la bajen!
Pataleó. Suplicó. Pero nadie la escuchó. Solo le quedó arrodillarse y llorar. Algunos la miraban con lástima. No le importaba. La única mirada que le importaba estaba siendo enterrada.
Volvió a casa. Se encerró en su habitación. Lloró. Cada recuerdo era una herida abierta. El sufrimiento era lento, cruel. Quería gritar, pero no tenía fuerzas. Quería un abrazo, pero estaba sola. Y ahora, siempre lo estaría.
Su padre había muerto cuando era bebé. Su madre, siempre ausente. Se había criado sola. Mary fue su luz, su refugio, su hermana. Le enseñó a vivir. Le dio razones para existir.
Pero ahora, con su partida, todo se desmoronaba. El vacío la devoraba. Se sentía como antes de conocerla. Y no quería volver a ese lugar oscuro.
Tomó la pistola con manos temblorosas, como quien sostiene el último fragmento de una historia que ya no quiere continuar. El metal frío le pesaba más que el dolor en el pecho, más que las lágrimas que ya no salían. La colocó frente a su rostro, con la mirada perdida en la luna que aún se colaba por la ventana, indiferente, como si no supiera que el mundo acababa para alguien esa noche.
—Lo siento, Mary… por fallarte otra vez —susurró, con una voz tan rota que apenas parecía humana.
Cerró los ojos. No había más palabras. No había más promesas. Solo el eco de una despedida que nunca quiso pronunciar. En su mente, la imagen de Mary sonriendo, con esa luz que alguna vez la salvó, se desvanecía lentamente como una fotografía expuesta al sol.
El gatillo cedió bajo su dedo, y el sonido que siguió no fue un estruendo, sino un suspiro que se perdió entre las sombras. Una lágrima solitaria rodó por su mejilla justo antes de que todo se volviera silencio.
La luna siguió su curso. El viento continuó soplando. Y en esa habitación, donde el dolor había hecho su nido, solo quedó el vacío. Un vacío tan profundo que ni el tiempo se atrevía a tocarlo.
Y así, en la quietud de la noche, se apagó una vida que había amado demasiado, que había perdido demasiado, y que simplemente no pudo seguir sin su sol.
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Editado: 12.10.2025