La cuerda colgaba del techo como un espectro silencioso, balanceándose con lentitud, como si respirara. Ella no apartaba la mirada. La tenue luz de la linterna que sostenía apenas alcanzaba a iluminar el rincón donde todo terminaría. En pocos minutos sería medianoche. Sus padres dormían. Solo ella permanecía despierta. Pero no por mucho tiempo.
Una lágrima descendió por su mejilla. Luego otra. Y otra más. Hasta que el llanto se volvió un murmullo quebrado. Tenía miedo. Un miedo que no era nuevo, sino antiguo, profundo, arraigado. Su vida estaba hecha pedazos. Ella estaba hecha pedazos. No podía mirarse sin sentir repulsión. Cada espejo era un enemigo. Cada recuerdo, una herida abierta.
Los días eran una repetición de tormentas. Las noches, un desfile de sombras. El psicólogo decía que podía sanar. Que no perdiera la esperanza. Que su familia estaba con ella. Pero todo eso era mentira. Palabras vacías. Desde que supieron la verdad, la trataban como si fuera invisible. Como si el monstruo que la destruyó viviera ahora en ella.
Siempre creyó que los monstruos vivían fuera de casa. Pero se equivocó. Algunos se esconden detrás de sonrisas cálidas. Algunos te llaman "sobrina".
Axel.
Su tío.
Su segundo padre.
El ángel caído que le robó la infancia, la inocencia, los sueños.
A los seis años comenzó el infierno. La primera vez no entendía qué hacía, pero sabía que no le gustaba. Desde ese momento, algo dentro de ella comenzó a apagarse. No podía hablar. No podía gritar. El miedo la paralizaba. Temía que le hiciera algo peor a ella o a sus padres. Así que calló. Y sufrió. Y se convirtió en su marioneta.
Los días, las semanas, los meses, los años pasaban. Y ella nunca dijo nada. Se alejó de sus amigos, de sus familiares. Sus notas bajaron. Pensó que sus padres notarían el cambio. Que se darían cuenta. Pero la ignoraban. Decían que eran "estupideces".
Intentó acabar con su vida más de una vez. Pero nunca fue capaz. Axel empeoraba cada día. Bebía. La dejaban sola con él. Y ella sentía que no podía más.
La marcó. La destruyó. Le dejó un vacío que no podía llenar. Ya no podía verse sin sentir asco. Solo sentía dolor.
Hasta que un día, simplemente se cansó. No aguantó más. Y explotó. No pensó. No razonó. Solo hizo lo que nunca había sido capaz de hacer.
Lo mató.
Le arrebató la vida.
Y lo hizo lentamente.
Dolorosamente.
Aunque habían pasado dos años, aún recordaba sus gritos. Sus sollozos. Su expresión de dolor.
Y esos recuerdos se habían convertido en su tormento.
Ahora, en el sótano, frente a la cuerda, con la linterna temblando en su mano, sabía que era el final.
No había redención.
No había salvación.
Solo silencio.
Subió a la silla.
Ató la cuerda.
Respiró hondo.
Y por primera vez en años, no sintió miedo.
Solo vacío.
La linterna cayó al suelo.
La cuerda dejó de mecerse.
Y ella...
Ella dejó de existir.
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Editado: 28.11.2025