El entierro de mi tatarabuela y del compañero de grupo de mi bisabuelo fueron casi al mismo tiempo. Los otros integrantes del grupo lo miraban con cierto reproche, como si supieran que estaba ocultando algo, pero no se animaban a acercarse a preguntarle porque, además del reproche, en las miradas de esos hombres había miedo. Los hermanos de mi bisabuelo llegaron de los pueblos cercanos: ya todos habían hecho su vida lejos de ese lugar, pero querían despedir a su mamá. Además, según me contaba, sus hermanos sentían lástima por él, porque ya se había quedado solo y, probablemente, no tuviera idea de qué hacer. Una de sus hermanas le preguntó si quería irse a vivir con ella, pero él se negó. Quería permanecer en su casa, crecer en su pueblo, estar bien en el lugar que lo vió nacer.
Y a nadie le había dicho de los diez centenarios que le dió esa mujer misteriosa. Así que tan desprotegido no estaba.
Pasaron unos cuantos días y sus hermanos se fueron regresando a sus vidas y la casa se volvió a quedar vacía. Pesaba mucho el silencio y la soledad, pero también la inacción. Tenía que moverse y mover ese dinero. No entendía porqué, pero sentía la necesidad de hacerlo, como si una semilla en su corazón se hubiera plantado sin previo aviso y ya estuviera brotando. Algo de ambición, si se puede definir en una palabra.
Cuando todos sus hermanos se fueron, fue con el dueño de la posada y le pidió que lo acompañara con el gerente del banco en la capital del estado, la ciduad de Morelia, ya que él no sabía ni leer ni escribir y le daba miedo que le jugaran chueco. Miguel, el dueño de la posada, era un hombre bondadoso y pensó que se trataba de algún asunto relacionado con la muerte de la madre, no pensó nunca en algo como lo que se encontraría al llegar a ese lugar.
—Buenos días, señor gerente. Necesito cambiar estas monedas por el dinero que valen.
Miguel se le quedó viendo con asombro conforme sacaba los centenarios, que los llevaba envueltos en un trapo rojo. El gerente también lo vió con sorpresa, pero, siguiendo su ética, revisó cada uno de ellos y llamó al encargado de la bóveda, así como a otro funcionario, para verificar el valor y que fueran auténticas. Una vez que lo comprobaron, le sugirieron crear una cuenta bancaria para que no viajaran con todo ese efectivo. Aurelio, mi bisabuelito, no entendía del todo cómo funcionaba eso, pero Miguel le empezó a dar consejos, a decir qué hacer, todo siempre desde la buena fe.
Se llevó un poco del dinero y todos los papeles de su cuenta y regresaron al pueblito. En el camino, Miguel le preguntó de dónde había obtenido esos centenarios. Mi bisabuelo le dijo, claro y tajante: "Si te lo digo, no me lo vas a creer nunca". Miguel dejó de insistir y, en cambio, le ofreció ser su socio en la posada, ya que necesitaba hacer algunas remodelaciones y no tenía el dinero suficiente. Además, quería ampliar su negocio, ofrecer más servicios para que la gente del pueblo no tuviera que viajar para acceder a algunos servicios o a precios bajos. Y en ese viaje comenzó una relación que siempre fue más allá de los negocios: se volvieron amigos inseparables, casi hermanos.
Pasaron ocho años desde ese momento cuando una enfermedad letal atacó a Miguel, quien apenas tuvo un par de semanas para dejar en orden todo lo que correspondía a su dinero y propiedades. Nunca se casó ni tuvo hijos, pero tenía una sobrina, Sofía, a la cual quería mucho. Como última voluntad, le pidió a mi bisabuelo que se hiciera cargo de ella, que no la dejara a su suerte y le dejó una buena cantidad de dinero a la muchacha, así como una casita. Lo que él no sabía es que ambos sentían atracción entre ellos, pero nunca lo habían expresado por respeto a Miguel, para que no se malinterpretaran las cosas. Pasados unos meses de la muerte de su gran amigo, mi bisabuelito se casaba con Sofía, mi bisabuelita.
Cuando se cumplieron diez años del inicio de la suerte de mi bisabuelito, nació su primer hijo, a quien nombraron en memoria de Miguel. No podían ser más felices hasta que, una noche de agosto, llegó a la posada una mujer joven con una pequeña niña en brazos. Mi bisabuelo la reconoció de inmediato:
—¿Señora? ¡Es usted! —le extendió la mano para saludarla con mucho entusiasmo— ¿Ya tiene otra criaturita? Tanto tiempo sin verla, me da tanto gusto, tengo tanto que agradecerle.
—Buenas noches, Aurelio. Me da gusto que estés mejor que cuando nos conocimos ¿Me invitas a quedarme?
—Claro que sí, ya les preparo las mejores habitaciones que tenemos en...
—No, aquí no, en tu casa —notó cierta malicia en su voz—. Acabas de decir que tienes mucho que agradecerme y esa es una forma de hacerlo.
—Mmm pues sí, de mi parte no hay problema, pero, mi esposa...
—Oh, a Sofi no le importará. Sé que será buena anfitriona.
Y algo en mi bisabuelo hizo que se sintiera adormilado, en profunda confianza. Cerró la puerta principal de la posada y cargó el equipaje de esa mujer hasta su casa, que estaba muy cerca de allí. Mi bisabuela abrió la puerta, algo molesta y desconcertada, pero todo el tiempo fue amable con las visitas, sobre todo porque vió a la pequeña niña que llevaba en sus brazos. Ambas eran madres, ninguna dañaría a la otra, ¿cierto? Además, la señora le contó a Sofía cómo había conocido a su marido, el cómo la había salvado de esas personas tan malas, aunque no dió muchos detalles.
Hablaron de cosas vanas, de muchos lugares hermosos y de experiencias que "debían vivir alguna vez". Pero, de la nada, de manera súbita, mis bisabuelos se sintieron muy cansados, con un deseo extremo de dormir. Así que acompañaron a la señora y a su hija a la habitación de huéspedes y ellos se fueron a la habitación principal, donde ambos durmieron, felices y orgullosos, con su hijo en medio de ambos. Hasta la madrugada, cuando algo interrumpió la calma. Mi bisabuela despertó primero y notó que el bebé no estaba en la cama. Pensó que tal vez había llorado y que su marido lo tendría cargado, recién dormido, pero, al ver a mi bisabuelo del otro lado de la cama, supo que las cosas estaban mal.
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Editado: 04.04.2025