Historias de Cementerio Vol. 1

La calle de la Piedra - Parte II

—¡Te dije que no estaba inventando nada!

—Esto debe tener una explicación. Seguro fueron las gallinas del vecino —aunque se quería mostrar seguro, podía notar nervioso a mi papá—. Al rato hablo con Julián para que cuide que estén bien encerradas en la noche.

—No eran gallinas, era algo más grande —mis padres me miraron extrañados e incrédulos—. De verdad, se escuchaba como cualquiera de nosotros golpeando la puerta.

Mi papá ya no dijo más. Me miró de arriba a abajo, luego de abajo a arriba, hizo contacto visual con mi mamá y se dijeron algo en ese lenguaje secreto que sólo los cómplices tienen, y cerró la puerta, al igual que el tema. Escuché cómo se encendía el auto y a las gallinas del vecino revolotear con el paso del auto. Mi mamá me invitó a desayunar y, justo en ese momento, me propuso salir a conocer el pueblo, además de ir a la escuela que nos habían recomendado Julián y Graciela para que me inscribieran y recuperara mi ritmo. Como si eso fuera a mejorar las cosas, mi vida, si somos más específicos. Pero, aunque el plan de mi mamá era pésimo, lo que menos quería era quedarme sola en esa casa. No tenía ni 24 horas en ese lugar y algo me decía que era mejor irnos porque las cosas podían empeorar.

Cuando salimos a la calle, justo al abrir la puerta, tanto mi mamá como yo notamos que las marcas que habíamos visto en la puerta ya no estaban, habían desaparecido. Las dos nos miramos, pero ambas guardamos silencio. Tal vez vimos mal, tal vez era reflejo de la piedra... Tenía que haber alguna explicación, algo que hiciera posible esto, ¿verdad? Algún efecto óptico o la proyección de la luz en algo cercano. No valía la pena buscar una explicación porque eso sóilo te lleva a sobrepensar y necesitábamos poco de eso en esos momentos, ya que el cambio de una ciudad a un pueblito donde no conocíamos a nadie ya era mucho para procesar y nadie quiere sentir saturado el cerebro. Además, la actitud de mi mamá no permitía que pensara mucho en esas cosas, pues ella es ese tipo de persona que se maravillan con todo lo que ven, así sea una simple nube con forma extraña.

La gente en la plaza no nos tomó por extrañas, aunque era evidente que se conocían entre todos. Algunas señoras que iban saliendo de la iglesia se acercaron a mi mamá para preguntarle quién era, de dónde venía, a qué se dedicaba... Algo muy casual, hasta que una de ellas preguntó dónde nos estábamos quedando:

—¡Jesús, María y José! ¿De verdad en la calle de la Piedra? —además de persignarse, se miraron con nerviosismo— ¿Y ya durmieron en ese lugar?

—Sí, y no hubo ningún problema, ¿verdad, hija?

—Pues yo sí escuché cosas... —dije nerviosa, pero mi mamá me interrumpió.

—Figuraciones de ella, está nerviosa y enojada por el cambio. Ya sabe cómo es uno de joven.

—Yo le haría más caso —dijo la más anciana de todas—. Ese lugar es cosa seria. Que Dios las bendiga y no las abandone.

Ellas siguieron su camino y nosotras también. Mi mamá no mencionó nada de la conversación, salvo que olvidó preguntar dónde estaba la escuela que Graciela nos había recomendado, pero no tardamos mucho en encontrarla, ya que era la única preparatoria en el pueblo. Nos dieron información y yo me decepcioné un poco al ver la cantidad tan reducida de alumnos: no superaban los cincuenta entre los diferentes grados. Le dije a mi mamá que lo habláramos con papá, que era una decisión importante y que también debíamos considerar su permanencia en el puesto de trabajo actual. Asintió con la cabeza, aunque en sus ojos pude ver que entendía que, más bien, yo no quería portar ese horrible uniforme rosa.

Fue un día largo, cierto. Compramos frutas, verduras y cosas en general para la casa. Llegamos a la calle de la Piedra con un par de bolsas grandes cada quien, ya cerca del mediodía. A esta hora las sombras son cortas, pues el sol se encuentra en su punto máximo en el cielo. Esto es importante porque, conforme nos acercábamos a la casa y la piedra se ergía, imponente, notábamos que su sombra parecía querer alcanzarnos. Y no, esto no era imaginación. Aunque la piedra estaba justo enfrente de la casa, del lado izquierdo de la calle desde la dirección donde veníamos, la sombra estaba justo a la mitad de la calle y, lo juro, quería alcanzarnos. Mientras caminábamos en modo automático, sometidas a un impulso que aún hoy en día no entiendo, Graciela salió a nuestro encuentro:

—¡Vengan a tomarse un cafecito!

—Tenemos cosas que hacer —respondió mi mamá, aunque la voz le temblaba un poco, no sé si por cansancio o por miedo—. Pero otro día con más calma.

—Insisto, vecina. Un cafecito no le caerá mal —comenzó a hacer señales con sus manos, como si tuviera prisa de que entráramos a su casa. En su rostro vi pánico, algo que me decía que le hiciéramos caso.

—Vamos, mamá —le dije tranquila—. Quiero saber más de esa escuela.

Nos desviamos del camino recto y, al menos yo, sentí como si algo me jalara para continuar en la misma dirección, una fuerza inexplicable, casi magnética. Fue muy difícil, pero logramos llegar y, una vez que estuvimos dentro de su casa, cerró la puerta y se santiguó.

—Vecinas, necesito contarles la verdad, aprovechando que no está Julián —respiró profundo—. Él no me dejaría, no me lo permitiría nunca.

—Calma, Graciela ¿Qué pasa? —dijo mi mamá con voz suave.

—Tienen que aprender a convivir con la casa si quieren quedarse, Brisa.

—¡Pero es sólo una casa!

—¿Sólo una casa? —la expresión de Graciela pasó del espanto a la molestia— ¿Por qué crees que sólo nosotros somos sus vecinos? ¿Por qué la gente tendría abandonada sólo una calle de la ciudad?

—Es un pueblo pequeño, tal vez...

—¡No! Escucha, por favor. Deja tu mentalidad de ciudad, de lógica, de querer darle una explicación a todo. Esa casa está maldita.

Lo que contaré a continuación es el relato de Graciela, con la mayor cantidad de detalles que pueda recordar.

Graciela nació y vivió toda su vida en ese pueblo. Desde pequeña, su casa fue esa y a ella le encantaba cuidar a sus animalitos: gallinas, cabras, chivos... Pero su mamá siempre le decía que evitara hablar con la señora Natalia, la dueña de la casa en la que nosotros vivíamos. Cuando era una niña pequeña, no terminaba de entender esa orden: sólo sabía que no tenía que desobedecer para no meterse en problemas con sus padres. Sus hermanos también tenían bien clara esa regla, pero tampoco le prestaban mucha atención. La calle, en esos entonces, estaba llena de gente y había mucho por hacer. Ellos, en particular, se dedicaban a vender quesos, leche y huevo. Todo parecía muy normal, hasta que, un día de luna llena durante el mes de octubre, se sintió un temblor muy fuerte a medianoche. Salieron corriendo de sus casas, tropezando porque el suelo no dejaba de moverse y, ya estando en la calle, vieron por primera vez esa piedra enorme que, relacionaron de inmediato, era producto del temblor... Después se dieron cuenta de que, más bien, era al revés.




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