Historias de Cementerio Vol. 2

Procesión

La Semana Santa siempre me dió miedo, no porque hubiera vivido algo paranormal, sino por el contexto en el que se desarrollaba en mi ciudad. Desde el Domingo de Ramos, todos los días había alguna procesión, en especial durante la noche. Solían sacar estatuas religiosas, como la Virgen Dolorosa, cuyo rostro desgarrado, trágico y doloroso, era enmarcado por la luz de veladoras y por el sonido de al menos un ciento de personas que rezaban, que repetían plegaria tras plegaria. Eso, por sí sólo, ya era aterrador. Luego venía la representación del Vía Crucis y, aunque dijeran que era actuación, siempre es difícil ver a alguien más sufrir.

Mi idea respecto a estos eventos siguió intacta hasta que me enamoré y me casé con un chico que vivía en el centro de la ciudad, justo donde pasaban todas estas procesiones. Entonces, siguiendo las tradiciones de mi difunta suegra, mi marido ponía a disposición la casa y el baño para aquellos que participaban en el evento, ya sea dentro de las representaciones o como parte de la procesión, por si tenían que entrar al baño o se sentían mal. Y yo, por amor, me quedaba allí, apoyando en esta noble labor, aunque eso hacía temblar a mi niña interior. Ese temor incrementaba cuando era el turno de la Procesión del Silencio. Para aquellos que no lo sepan o en sus ciudades no se acostumbre esto, es una procesión que tiene lugar al final de los Santos Oficios, una liturgia en la cual se conmemora la pasión y muerte de Cristo. Todas las personas van vestidas de negro, pues la Iglesia indica que se está de luto, y llevan velas en sus manos, caminando en silencio total y con lentitud, de la misma manera que se haría en un cortejo. Esta procesión, al menos en mi ciudad, es encabezada por un grupo de jóvenes que llevan tambores y, con toda la solemnidad posible, tocan una suerte de marcha fúnebre, para ser seguidos por la imagen de Jesús en el Santo Entierro y, después de él, la Virgen Dolorosa. Las personas van detrás de ellos, acompañando a la Vírgen a enterrar a Jesús.

Es necesaria toda esta descripción para que entiendan lo que estoy apunto de contarles.

Ese año, para empezar, sentía algo extraño en el aire, algo que nunca me había pasado. Ya había escuchado de otras personas que el ambiente de estos días es diferente, pesado, centrado en un luto colectivo. Pero esto se sentía un paso más allá, no sé si me explique bien. El aire mismo se sentía denso, como respirar humo, pero no te hacía toser; además, me sentía a la expectativa, como si algo o alguien fuera a saltar de un punto desconocido, pero evidente, y me atacaría de alguna u otra manera. Me sentía observada y con una sensación de miedo que inició desde el Domingo de Ramos y se prologó toda esa semana. Además, cada tanto, un escalofrío recorría mi cuerpo, de pies a cabeza, y me erizaba la piel; y, por si esto fuera poco, tenía mucho miedo de la noche, de que llegara la hora de dormir. Yo nunca había sido una persona cobarde, así que todo esto me sorprendió a mí y a mi esposo también. Él me dijo que me notaba tensa, temerosa, paranóica y a la defensiva. Incluso me dijo que, si no me sentía bien, no abriríamos la casa en esa ocasión y yo, respetuosa de la tradición de mi suegra, le dije que estaría bien, que no había problema. Pero el miedo en mi interior seguía y seguía, no me daba tregua y, entre más convivía con él, mejor podía nombrarlo: era un presentimiento. Algo estaba mal o saldría mal.

Las diferentes procesiones de la semana, incluso el Via Crucis, pasaron sin ninguna novedad, más bien lo de siempre: personas que querían usar del baño, uno que otro que se sentía muy cansado, un par de desmayados... Lo que ocurría cada año. Eso hizo que empezara a relajarme porque, pensaba yo, ese miedo era más bien nerviosismo de que algo saliera mal, que cualquier cosa se saliera de control y terminara pasando una tragedia. Qué equivocada estaba.

Después de asistir a los Santos Oficios, me fui corriendo con mi marido a la casa para abrir las puertas. Eran las 07:30 pm y la calle estaba oscura, pero muy oscura, como si fuera medianoche. Bastante extraño. Además, aunque mucha gente iba saliendo de la iglesia, esa calle en específico, la que conducía a mi casa, estaba sola, nadie pasando por allí. Tampoco se veían luces en las casas de los vecinos.

—Creo que tenemos puro difunto de vecino, amor —dijo mi marido a manera de broma, pero con algo de nervios—. A lo mejor se fueron de vacaciones y ni cuenta nos dimos.

—Sí, tal vez eso pasó.

—¡¡¡YO TENGO AL NAZARENO!!! —una voz grave desgarró el silencio con ese grito, un grito que, más que fuerza, tenía cierto grado de tristeza, de dolor— ¡¡¡YO TENGO AL NAZARENO!!! ¡¡¡YO SOY SU TUMBA!!! ¡¡¡EL SANTO ENTIERRO!!!

Y seguido de esa horrible voz, de ese mensaje tan extraño que me erizó la piel, un hombre desnudo pasó corriendo a nuestro lado, pero no corriendo en dos pies, más bien simulando ser un animal, en cuatro patas. Calle abajo, el hombre desnudo se fue a toda velocidad, aullando como perro apaleado, dejando a su paso un extraño olor a madera quemada.

—Qué tipo tan loco —dijo mi marido, abrazándome con fuerza—, seguro se escapó de un loquero —respiró profundo— y ya lo están buscando.

—Tal vez. Mejor vámonos a la casa.

Ya estaba bastante nerviosa como para seguir en la calle, así que aceleré el paso, obligando a mi marido a seguirlo. Podía escuchar su respiración agitada, resultado de la caminata y también de la impresión que nos produjo ese tipo. Su respiración y la mía era lo único que se escuchaba en esa vacía calle, hasta que un tambor empezó a sonar lejano, pero bastante lastimero. Era un sonido paralizante, lo digo de verdad, porque, aunque se escuchaba lejos, ambos nos detuvimos y nos dimos la vuelta para ver que sí, en efecto, venía una persona a lo lejos tocando un tambor. Sólo una persona. Lo curioso era la niebla densa y blanca que venía detrás de él, con el murmullo de algo espectral, fuera de este mundo.




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