Desde pequeña vi a mi abuelo encendiendo velas, quemando papeles y algunas hojas que olían muy rico. Tenía un altar en su negocio, donde cada tercer día le ponía flores nuevas a la Virgen de Guadalupe y siempre, pero siempre, había una vela. Cuando estaba a punto de apagarse, ya tenía lista la siguiente. Parecía importante que nunca se apagara, aunque nunca me detuve a preguntar la razón. Tal vez era importante para él, pero no para mí, al menos no en ese momento.
El tiempo pasó, todo estuvo bien y siguió el curso normal de la vida, en el cual yo iba al colegio, tenía mis festivales escolares y mi familia me acompañaba. Mi abuelo siempre estaba en primera fila, incluso él era quien me recogía a la hora de la salida y me llevaba a su negocio, donde yo me sentía tan feliz de poderle ayudar a atender a las personas. Disfrutábamos mucho el tiempo juntos entre pláticas con gente desconocida, el olor fresco de la fruta y, ya cuando caía la tarde, la iluminación de la vela en el altar de la Virgen. Un día, cuando yo tenpia 16 años, mi abuelo se enfermó y tuvo que ser internado en el hospital. Yo quería ir, pero, al estar en terapia intensiva, no me dejaban entrar, en primera por la gravedad y en segunda por ser menor de edad. Lo único que pude hacer fue ir a su negocio y procurar la vela, una especie de vínculo, y le pedí con todo el fervor de mi corazón y de mi alma a esa imagen religiosa que me permitiera verlo y hablar con él una última vez.
Diez días pasaron para que yo pudiera hablar con mi abuelo. Recuerdo que me puse muy feliz cuando mi mamá me dijo que podría ver a mi abuelo al día siguiente, que ya estaba en una habitación normal y que el peligro había pasado. Sólo tenía que pasar la noche en el hospital para la observación. Dormí con ilusión, con muchas ganas de que fuera de mañana para poder visitarlo, tomar su mano y decirle que me estaba haciendo cargo de su altar, procurando siempre la vela. Y así, planeando punto por punto lo que le diría, me quedé dormida y tuve un sueño que no podré olvidar jamás.
En el sueño, estaba en un edificio que no reconocí, pero estaba por bajar unas escaleras cuando vi a mi abuelito intentando subir, justo a la mitad de la escalera. Cada paso que daba se veía pesado, como si cada pierna pesara, al menos 100 kilos. Bajé corriendo a su encuentro y le dije que se apoyara en mi. Al estar así de cerca, vi su rostro demacrado por la enfermedad. Le pregunté si buscaba algo o alguien y no obtuve respuesta, sólo su actitud decidida de llegar al final de la escalera. Fue una labor pesada, casi imposible, pero logré subir con él. Entonces, casi como magia, apareció un cuartito con muchas sillas. Tomé la que estaba casi de inmediato y vi que había un dispensador de agua y vasos de plástico. Mi abuelo se veía agotado después de subir, así que me apresuré a servirle un poco de agua pero, al ver el vaso, el agua estaba sucia, llena de basura: papeles, cabellos, insectitos... Tiré el agua y cambié de vaso, pero el resultado fue el mismo. Lo intené una vez más y nada. Entonces voltee a ver a mi abuelo, casi dormido por el esfuerzo y el cansancio y le dije:
—Esperame tantito, abue. Deja busco a mi mamá para que me ayude.
Salía de esa habitación y corría por el pasillo, buscando a mi mamá que, por una extraña razón, sabía que estaba cerca. Seguí corriendo y escuché voces en otra habitación. Al entrar, lo primero que vi fue a mi mamá, pero vestía completamente de negro, algo nada común en ella, que gustaba tanto de vestir de colores. Entré por ella para pedirle que me acompañara con mi abuelito pero, al estar dentro de esa habitación, vi un féretro color caoba justo en medio. Entonces lo entendí todo y desperté, llorando.
Corrí al cuarto de mis papás, vuelta un mar de llanto, y le pedí a mi mamá que le hablara a mis tíos que se habían quedado en el hospital. Despertó y comenzó a llamar, pero nadie contestó. Intentó calmarme, porque yo sólo repetía que quería ver a mi abuelito, que necesitaba hablar con él. Veinte minutos después, uno de mis tíos devolvió la llamada y dijo que todo estaba bien, pero que se estaban preparando para hacer unos análisis de rutina para verificar su progreso, que no nos preocupáramos y que nos veíamos a las 09:00 am. Si bien me calmó un poco, no me sentía tranquila por completo. Una sensación de ansiedad me invadió y nada me devolvería la paz, nada excepto ver a mi abuelito.
Ya siendo de mañana, le pedí a mis papás que nos fuéramos antes, que necesitaba pasar a encender la vela del altar. Mi papá no le dió mucha importancia, así que me dijo que podía ir una vez que saliera de visitar a mi abuelo y, desde allí, regresar a la casa. Acepté, pues lo que más me importaba era verlo. Cuando llegué, lo vi repuesto, aunque con un rostro que delataba que estuvo varios días en el hospital. Me recibió con mucha alegría; me preguntó cómo iba su negocio, que sabía por mi mamá que yo estaba yendo todos los días, cosas que podrían parecer triviales, pero que eran importantes para nosotros:
—¿Cambiaste la vela hoy?
—No, abue —le dije, un tanto apenada—. Mi papá dijo que podía ir ahorita que saliera de aquí.
—Oh, ya veo —la cara de mi abuelo cambió y se puso serio—. No vas a llegar, se va a apagar —suspiró—. Pero no importa, viví bien y moriré bien.
—No digas eso, abuelito.
—Ahora escucha bien lo que te voy a decir. En cuanto muera, ve por todas las cosas del altar y quémalas allí mismo, no salgas de ese lugar sin ellas. Y yo estaré contigo siempre, toda tu vida, cuidándote.
—Pero, abue... No, no me digas eso...
Y se desvaneció, mientras el monitor emitía un sonido que todos, por cultura general, sabemos lo que significa. La enfermera en la habitación presionó un botón y comenzó a revisar a mi abuelo, además de pedirnos que saliéramos. El doctor entró y todo se volvió un caos: había entrado en paro. Después de un rato lograron estabilizarlo y mandaron hacer nuevos estudios. En lo que estaban listos los resultados, fui corriendo a su negocio. Casi no podía sostener laas llaves entre mis manos de la tristeza y el dolor que sentía, pero logré hacerlo.
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Editado: 03.05.2025