Historias de Cementerio Vol. 2

El favor de la Santa - Parte III

En mi sueño, la Santa apareció en un halo luminoso y rodeada de flores rosas. Era una visión muy bonita que, por un momento, me hizo olvidar que me encontraba en presencia de la Muerte. Además, el aire de ese lugar se sentía dulce, incluso me llegaba un olor dulce, algo que no podré olvidar en lo que me resta de vida. A un lado de ella, se ergía un reloj de pared, cuya madera brillaba como el sol, pero sin tener ningún tipo de luz cerca. Es decir: emitía su propia luz, como todo lo que estaba en ese lugar. A lo lejos, fuera de mi vista, se escuchaba una cascada, agua fluyendo, algo relajante que me llenó de una paz que nunca había sentido.

—Acércate, sin miedo. No voy a hacerte daño.

Su voz, pese a sonar profunda y cavernosa, no me dio miedo. Por el contrario: me inspiró confianza y llenó mi corazón de ternura, de un amor que sólo había sentido hacia mi madre. Me acerqué despacito, con cierta precaución, pero sin nada de miedo. Lo único que me daba desconfianza era que no entendía dónde estaba o qué estaba pasando.

—Tranquilo, Ricardo, todo está bien.

—¿Cómo sabes mi...?

—¿Tu nombre? Lo sé desde el día en que llegaste a este mundo. Además —hizo una pausa e hizo un chasquido con sus dedos huesudos— tu tío Josué me habló de ti —las manecillas del reloj cayeron y abrieron paso a una especie de cristal, donde vi reflejado el rostro de mi difunto tío—. Me encargó que te cuidara y hasta ahora he cumplido, pero a veces me la pones difícil.

—No entiendo...

—No tenías que estar esa noche en ese lugar ¿Te costaba mucho llamar a alguien para que fueran por ti?

—Es que yo puedo...

—¡Silencio! —gritó. El sonido fue espantoso, proveniente de la más oscura caverna que puedas imaginar— ¿Tú puedes solo y vienes clamando por mi ayuda?

—No quise ofenderla... Perdón.

—Te voy a ayudar, pero tienes que ofrecer algo a cambio.

—¿Algo?

—Ya lo pensarás, estoy segura.

Y la visión en colores se desvaneció para dar lugar a una serie de imágenes oscuras, en las cuales veía a un niño pequeño siendo salvado de milagro de la mordedura de una víbora, del ataque de un perro, de una caída en un juego que podría ser fatal para alguien cualquiera, pero no parra ese niño que era... ¡Que era yo! Entonces comprendí que todo lo que parecía ser buena suerte en mi vida no era otra cosa más que el favor de la Santa Muerte, quien estaba detrás de mí, protegiéndome todo el tiempo. El niño en las imágenes crecía y, cada vez que avanzaba el tiempo en esa historia, mi historia, un aire helado y cada vez más veloz me golpeaba con furia, con la fuerza de un huracán, pero yo seguía de pie porque, cuando ese viento amenazaba con tirarme, la Santa se colocaba como un escudo, lo que evitaba que yo sufriera algún daño.

Con un golpe seco en lo que podría llamar "suelo" para simplificarlo en mi limitada comprensión, la Muerte detuvo el viento, lo que me dio la oportunidad de recuperarme y de ver que todo comenzaba a dispersarse y a adquirir, de nuevo, colores y claridad, aunque no del todo. Y allí, en ese cristal, vi a mi madre, angustiada y llorando, a mi padre sosteniéndola y a mí, al fondo, con un mono café, de esos que se utilizan en prisión. Luego, una cortina de humo consumió esa visión y nos llevó a mis padres y a mí al día de mi graduación en la Universidad, con toda la felicidad y protocolo que requiere esa situación. Después de eso, toda la luz que había se fue y me quedé hundido en las tinieblas.

No había un suelo en el cual pudiera colocar mis pies, pero no lo necesitaba, pues no sentía la presencia de mi cuerpo. Me había desvanecido o fundido con la oscuridad. Sentía ese vacío tan propio como ajeno y lo disfrutaba, al mismo tiempo que sentía un rechazo total por su imponente pesadez.

—Tienes dos caminos, Ricardo. Elige uno.

—No quiero ir a la cárcel, quiero ser el orgullo de mis papás.

—Pero eso implica un sacrificio.

—¿Sacrificio?

—Ámame, témeme, adorame, haz que yo sea tu primera opción en la vida. Llévame como estandarte, como representación de tu fe, colócame en todo vacío que sientas en tu existencia y yo lo llenaré. No te pido más que eso.

—¿Así de simple?

—Ja ja, pobre tonto. Ya verás, en tu diario vivir, lo difícil que te será llevar tu promesa.

—Tú me has salvado muchas veces, ¿por qué temería a esas dificultades si te llevo conmigo?

—Me gusta tu actitud despreocupada, pero no puedo pedir más del cerebro humano. Vas a despertar ahora y yo me encargaré de que libres esta situación, siempre y cuando tú cumplas con tu parte del trato.

Desperté casi al amanecer, pensando una y otra vez lo que había visto, dicho y oído. El aire, puedo jurarlo, olía tan dulce como en mi sueño, algo parecido a las rosas, pero mucho más dulce y concentrado. Eso me hacía creer que todo había sido real, que nada fue mentira y lo terminé de comprobar cuando, cerca del mediodía, mi padre entró en compañía de mi madre para decirme que me habían dado de alta y que podríamos irnos a la casa esa misma tarde. Cuando les pregunté acerca del proceso en mi contra por la muerte del tipo que me asaltó, mi madre se acercó para abrazarme y pidió perdón muchas veces por haber dudado de mí. Resulta que, al estar en las investigaciones, se encontraron varias denuncias en contra de ese tipo por robos con violencia y robos simples. Además, una vecina de la zona confirmó mi historia: yo salí de la escuela y el tipo empezó a seguirme. Pero, ¿cómo se explicaba su muerte? El forense dijo que tenía una cardiopatía congénita no diagnosticada y, al sentir la adrenalina de perseguirme, asaltarme y atacarme, su corazón se aceleró demasiado, lo que llevó a un infarto fulminante. Las marcas en su cuello tal vez eran una lesión vieja de alguna pelea, así que no importaba porque, al final, ese era el tipo de vida que llevaban esas personas.

En definitiva tenía el favor de la Santa.

Cuando salimos del hospital, en cuanto llegué a la casa, le pedí a mi papá la figurilla de la Santa Muerte, la que me prestó. Al principio lo dudó, pues allí estaba mi mamá quien, de sólo ver la imagen, casi se desmaya. Les conté lo que había soñado, lo que vi, lo que prometí... Y, cuando mencioné esto último, mi papá me dijo que no tardara en pagarle y, aún con mi cuerpo en recuperación, aún con el dolor de esas heridas que podían abrirse en cualquier momento, le improvisé un altar con cosas que tenía en la casa. Mi mamá se negó al principio pero, puedo jurarlo, soñó con la Niña Blanca y ella le explicó todo, porque, desde ese día en que creo que la visitó en sueños, mi mamá se encargaba de que nunca le faltara una veladora y una manzana roja, su favorita.




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