Historias de la cuarentena

La estrella.

Durante el día veinte de la cuarentena, estaba pensando en ella. Era una estrella color violeta que por las noches me invitaba a soñar. Era como una mujer desnuda en un paraíso de llanuras llenas de fragancia. Feromonas de la vida. Al verla por las noches sentí la necesidad de mirar al cielo nocturno. Una y otra vez y quería alcanzarla como fuera. No podía, pues me decía que aún permaneciera encerrado. Pero no hacía caso y siempre le platicaba sobre el día, y la rutina de estar privado del jugo de la libertad. Le comentaba lo que cocinaba, lo que veía, olía, y escuchaba. Y mis sentidos eran suyos, como suya toda mi ansiedad de una libido especial. Salía de mi casa solo hacer las compras indicadas, y nada más pues ante la fila de seres humanos, el tiempo de gracia de espera era tal, que los nervios se ponían de punta por estar como un soldado parado sin avanzar. Evitaba las calles, no tenía la locura de las personas por salir desesperadas en búsqueda de un poco de sociabilidad. Mi sociabilidad, era solo mirar esa estrella muy lejos de mí. Cerca del cinturón de orión, o dónde fuera. A millones de años luz. Los médicos cada vez atendían más, y más pacientes en los hospitales. La radió era una confusión con esto de la locura de la gripe.

 

Se comentaban en la selva de la ciudad que el virus era letal. Que no se sabía a ciencia cierta que producía, aunque muchos lo tomaron desde el punto de vista de síntomas gripales, otros en diarreas, y otros en fuertes dolores físicos. Eso era lo que muchos dentro del campo de la ciencia pronunciaban.

 

En el día veinticinco de la cuarentena, coloqué una mesa en el balcón, y me serví una copa de vino para mí, y otra para mi estrella. Bebimos sin cesar. Ella comunicaba con sus tildes de luz, a sus años de luz. Le conté secretos íntimos. Y desnudos hicimos el amor en el tacto de los cuerpos que se sienten. Nos quedamos dormidos, y en la mitad de aquella noche, ella acarició mi pelo, y me digo al oído ven conmigo; la besé sin más remedió, y camine los centímetros justos. Ella tomó mi mano, y me llevaba hacia el cielo. Viajábamos lejos, muy lejos, desde mi balcón, hasta el espacio como dos seres perdidos en el universo. El amor es eterno me expresó, y lo experimenté con toda firmeza. Te quedarás conmigo para siempre. Feliz en esta vida, y en otras, la abracé. Mi cuerpo presintió el helado viento de la brisa. No tenía las alas. Ella sonreía, y me hacía sonreír. Entre risas, un cuerpo descendía, más no un alma que viajaba al vacio.

 

Desde arriba mirábamos como la humanidad se desempeñaba en todas sus labores en cada balcón de las casas, y edificios. Como los parques estaban desiertos. Los gatos maullando, y los perros aullando. Algunas luces encendidas, otras apagadas, y la luna, nos, iluminaba. Y como un cuerpo desnudo; un cuerpo blanco, y perdido, caía desde lo más alto de un piso para golpearse contra el techo de un automóvil, abollando ese metal fino, destrozando los vidrios de las puertas. Un cuerpo; anatomía del olvido. Y nosotros, reíamos sin parar, para despedirnos de aquel vehículo.

 

A la mañana siguiente la ambulancia se llevó el cadáver. Se había suicidado aparentemente. Los forenses investigarían luego. Una nueva información sobre el virus mencionaba que podría producir alucinaciones, espejismos, y otras locuras. Y nosotros nos reíamos desde el cielo del universo.

 

 

 




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