Un desconocido artista proliferaba un gusto intenso exquisito por la pintura, y ante su deceso firme y categóricamente contundente, guardo para la eternidad una única pieza. Obra a la cual dedicó empeño en sus dedos. La descubrí, como descubrí los ojos de aquella mujer...
Era tan simple como adquirir un elemento cualquiera, pero era así como cruce mirada con ella el día que ingrese a la tienda de empeño. Entre tantos objetos de carácter inanimado, un pedazo de cartón tapaba los contornos de la figura. Sin querer producto de la torpeza de mis manos, y por la curiosidad que mato a miles de aventureros, ese vetusto y polvoriento elemento de hoja de madera cayó al suelo quedando al descubierto lo que para mí significaba el amor, y la pasión. O eso percibí. Era tal su capacidad de atraerme que no resistí el deseo incontrolable de llevar aquel retrato conmigo. Inmediatamente hable con el dueño del local de antigüedades. Me explicó que era una pieza añeja y arcaica en todos sus aspectos, y que carecía de un precio digno del arte vanguardista, pues su origen tal vez era de un plebeyo harapiento que pintó por unas monedas a cierta dama en su finura. Como novato, y mal entendido en los secretos de este juego, y su experiencia, le sugerí un precio. El anciano lo pensó, meditó, y asintió con un gesto positivo sin dudarlo. Unos pesos, y la compra, pudo concretarse.
Poco después se dictó la resolución que imponía la restricción de salir por las calles, debido al infortunio de recibir por parte de un contagio global una pandemia total. Un virus letal, y yo estaba con esa pieza digna de merecer, no importaba lo que el mundo padeciese.
Inmediatamente al regresar a mi casa, quité los trapos que cubrían aquella obra, y coloqué la misma en la pared. No podía dejar de observarla; tal así que el apego que me producía, era la fuerza de un deseo incontrolable de poseerla. En la pared del living de la casa permanecía ella impoluta, y divina en su esplendor. La visitaba con frecuencia. Le escribía misivas en mi mente con solo observarla, donde, pronunciaba cumplidos de ternura para lograr que ella se fijase en mí. Que supiera que existo. Todo era una locura. Una insana costumbre de afección y cortejo en aquel dibujo. Mis días y meses fueron contemplarla, e imaginarla real en la ficción de sus colores.
No podía concentrarme en mis quehaceres, incluso el trabajo, y las recreaciones significaron una pérdida de tiempo en mi círculo íntimo. El síntoma de un auto exilio, me llevo a confinarme en la casa, cerca de la imagen tallada de magnificencia. Era solo enfocar mi mente en observarla. Corría por las venas de mi sangre candente, determinadas
sensaciones al mirarla. Parecía alegre, y entonces me alegraba, le sonreía, y cantaba poesía; otras veces triste, y mi rostro era un mar de lágrimas, y angustias, preguntándome
¿Por qué? ¿Qué puedo hacer por ti?
Y luego la prodigiosa, y sensual anatomía de ella, que aumentaba mi lascividad como volcán tembloroso. Quería poseerla, ser parte de ella. No podía sostener mi ansiedad por la musa del retrato que inspiraba mi lujuria y dulzura. Era una alquimia misteriosa; fascinante en cada trazo que marcaba el arte.
Mi cuerpo una mañana de calor, ya excitado no pensó en otra solución y fue por ella. Allí tranquila y serena en la pared, la sorprendí. Mis labios se unieron a los de aquella dama, a la cual pervertí en todo aspecto. En mi viril miembro no podía dejar de lado la erección, queriendo eyacular sus contornos de divinidad y esplendor. Era insólito, y a la vez tierno, de querer protegerla en un abrazo fraternal y espontaneo, sin reparos de cariño. Mi locura mórbida era un síntoma de felicidad. Y ella me complacía. En los sueños de la noche, hablaba conmigo, y susurraba palabras bellas, y experimentaba como hacíamos el amor apasionadamente. Era toda una fantasía dentro de la magia de un ser que ya no existía hace tantos años, aunque mi intención era darle vida cada día.
La mujer del retrato me poseía, y yo quería ser poseído. Un día ante su silenció, me puso entre la espada y la pared, en un sacrificio. Mi mundo, o el tuyo. Experimenté cada trazo de mi existencia, y me di cuenta que ella era todo. Opté sin medicamento, ni remedio, por el camino del ostracismo, y la misantropía de los seres humanos. Opté por el color de la vida, tras la muerte. El cuchillo filoso traspaso mi corazón y con cada gota de sangre que caía, este cuerpo se desvanecía ante la mirada de esa dama, y una última caricia de bienvenida. El perfume se hizo notar en toda la casa. Era una fragancia de amor. Los allegados a mí, una vez ocurrido el episodio, esperaron a que la cuarentena finiquitase, vendieron la morada luego del hecho fatídico. Un cuadro bonito fue guardado en un closet oscuro. Algún día verá la luz. En él, dice el hombre que se encargó de embalar el paquete, había dos personas enamoradas besándose en medio de un bello paisaje de flores. El autor, es desconocido cuentan.
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Editado: 30.04.2024