Recibí una carta de mi amigo ya hacía un mes de su desaparición, después de que se supiera de la pandemia. Por el momento su control era parcial, por lo que se podía transitar por las calles, lo que me impulsó con ciertos cuidados a la búsqueda de mi coterráneo. La policía no encontraba explicación y todo sucedió cuando se mudó a la casa de al lado del terreno allá en el barrio de la Boca. Un caserón antiguo de esos que pertenecían a los conventillos endiablados de las épocas vetustas de la historia de la República Argentina. En aquellos tiempos oscuros de maleantes, compadritos, y esperanzas perdidas, la gente se instalaba en aquellos lugares a título de familia numerosa. El caserón a pesar de ello siempre estuvo disponible. Tenía, y tiene, ya que se niegan a retirarse por sí mismo, una infinidad de lámparas colgantes que se encienden como si se pusieran de acuerdo en este negocio de iluminar. Aquel proyecto de hotel, pues era muy similar aquellos complejos recibieron una infinidad de personajes que fueron desapareciendo. Hoy en día las ventanas hablan, y se empañan para resguardar las imágenes que no quieren ser vistas al ojo humano. Algún que otro mensaje se esconde en ellas, invocando historias para quien le apetezca sentarse unos minutos a conversar.
Sin explayar en tanto asunto. El viejo caserón dejó de recibir inmigrantes cuando se produjo un incendio que tuvo su origen de manera desconocida en la habitación veintitrés de la Señora Fiona Servic. La Loca para los que la conocían. Oriunda de los Balcanes. Algunos manifiestan que de bosnia, otros de Montenegro, o más abajo, si se quiere en Albania. La última opción es la más creíble en cuanto su piel era blanca como la leche que llegaba en botellas de vidrio. Y su pelo amarillo ranció. Los albinos son unos personajes muy característicos. Ella de todas maneras hablaba en el idioma de los gitanos. Y como todo aquel, desconfiaba de las apariencias de las personas de otros países. Sean italianos, españoles, o mismos argentinos. Era de un aspecto más bien cerrado y obtuso en personalidad. Conversaba con las paredes y las manchas de humedad, pues ella expresaba en sus cantos a la noche que estaba obligada a charlar, ya que se sentían solas.
¡No se sabe!, porqué de sus manos un día se escapó un fosforo que obligó a la mitad de los ocupantes a correr por sus vidas. Digo la mitad ya que la otra se quedó atrapada y atrapada continua. Ya llegaremos a ese punto. Quiero tocar otro tema interesante. Los Capristo. Italianos de origen, provenientes de Sicilia. Eran una familia normal como los Anselmo, del estado de Galicia, o los Rodríguez de Cataluña. Los Capristo, los de la habitación veintisiete, eran celebres en sus comidas familiares de pastas de los domingos. Y muy conocidos en su bondad de servir un plato a quien llegase, con la condición de darle a este el trato merecido. Eran una familia numerosa. Ellos conversaban con los platos. Las historias que contaban junto, y sus vasos y cubiertos, eran de la isla. Los platos ser enfadaban si antes el padre Don Pedro, no entablaba unos rezos católicos. Era una familia atípica, que siempre estaba en la mesa. Los platos los dominaban de tal forma
que ellos veían reflejada sus semblantes en ellos. Por eso quien se presentare como invitado debía el mayor respeto. La comida en aquella habitación de varios cuartos, no faltaba nunca. Eran trabajadores, pero su vida era salir. Realizar compras, trabajo, y luego el fetiche de la comida. Los platos los llamaban siempre con una voz tranquila. Vengan a la mesa. Los cuadros de sus cuartos eran imágenes de diferentes manjares del otro lado del Atlántico. Los Anselmo, de Galicia, no se quedaban atrás en lo referente a ritos y sortilegios paganos o elementos extraños de la mente distorsionada. Eran artistas. Todos escritores del género perdido. El género perdido, como lo cita. El mismo se desconoce. Es hasta el día de hoy que no se sabe para nada de qué trata, como comienza y a dónde quiere llegar. Si es romántico, ficción, la cruda realidad, o un montón de poemas y versos. Por ello le han puesto el género perdido que según las lenguas orales ya desaparecidas, sin poder transmitir, nace del idioma gallego en una iglesia escondida de la región de Vigo. Por toda la habitación veinticinco, las paredes estaban empapeladas. Las mesas, los pisos. Todo era papel, y todos los días escribirán y rescribían encima con otros papeles que ponían encima de ello, y así constantemente. Las palabras les eran fáciles, y las plumas de tinta estaban a la orden del día. Las palabras hablaban con acierto un día querían que el capítulo se terminase, y ellos obligados estaban a cumplir sus placeres. La habitación veinticinco se la llamo el gran libro. Pues en ella era toda una obra, que arrancaba desde que se cruza la puerta hasta llegar al baño comunicándose con los cuartos. El faro de la entrada alumbraba un cartel que exponía a sus visitantes el título de la obra. La entrada. Entonces a media luz comenzaba la aventura. Los Anselmo se quedaron a cumplir su destino el día del incendió. Es de mencionar que antes de aquel trágico hecho, quienes ingresaban siendo personajes desconocidos de la familia no podían entender la lengua de los muertos salvo que los papeles lo quisieran, y por eso, ello ha desaparecido. No pasaban más, los Anselmo, como un grupo de insanos, que relataban y escribían a toda hora, todos los días, y todo el año. Sus tareas eran normales para la sociedad, pero al traspasar la puerta con el lema de la obra desconocida, sin la licencia de los de adentro era un mensaje irreproducible, y un castigo. Los Rodríguez catalanes de la habitación de la puerta marrón sin número, ya que estaba borroso, y no se documentan registros de ello, eran músicos folclóricos de sonatas. Todos tocaban un instrumento especial. Todos los días comenzaba la serenata musical. La Armónica pedía lanzar sonidos en mí, y observaba a las cuerdas de una madera de guitarra gastada. Eran melodías que fusionaban con una pandereta, y el piano terminaba la obra en soledad. Lo significativo de este concierto para quienes han podido narrarlo, es que cada instrumento se tocaba desde un sector. El piano en el comedor, la pandereta en la cocina, armónica en una pieza, y la guitarra en soledad, en otro cuarto. Jamás se hablaban. Eran una familia muda en conversaciones, y sus charlas eran a través de la música. Entonces durante todo el santo día de gracia tocaban, y al abrirse la puerta de ingreso, se escapaban en el aire como hilos de un pentagrama, aquellas voces que se direccionaban en todos lados. Al acabar aquel aquelarre fantástico de conciertos proseguían su vida sin emitir sonido. No tenían la lengua catalana, o eso especifica algunas de otras familias catalanas que si lo hablaban, y por casualidad estaban en otro piso. La dama albina no soportaba aquellos negocios de las tres familias. Había más, y más, pero no eran el caso de explicar lo que ellas en el primer piso convivían.
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Editado: 30.04.2024