Vienen por mí las anomalías. Presiento las miradas. Y ese, ese maldito libro. Nunca debí adentrarme en ese submundo. Ahora, solo ahora, resta una página. Llevo días eternos por un virus, pero eso no importa, importa lo que hay aquí, y ahora en el libro. Y en ella cita en su último párrafo, la siguiente sentencia. Con ello concluye la condena. Si concluirá, y seré libre para dar a mí ser un último aliento.
.... Duerme en lo más profundo de la oscuridad. Rezar no sirve de nada. Duerme, que vendremos, y debemos regresar.
A los doce años era un bribón rebelde. Supe de la vieja casona abandonada. Omitiré detalles sobre su historia. Aunque solo expresaré que en ese sitio la desidia es una treta para negligentes. Nadie debe ser tan audaz, y si diligente. Tarde. Por curioso ingresé por una puerta que estaba abierta al público insensato del lado de atrás de esa morada. Tome la iniciativa, cuando un cartel desde las afueras, mantenía la palabra precaución. Luego las habladurías de las leyendas de un folclore inconcluso me convencieron.
La casa estaba en medio de un parque entre rejas. Los pastos que se desarrollaban como enredaderas la cubrían, y allí estaba ¿Por que lo hice? me repetí durante toda la vida que me quedaba. Digamos que por ignorante. Mi abuelo una vez me dijo, tiempo pasado. Nunca desobedezcas las precauciones que desconoces, sea lo que fuere. Nunca intentes abrir algo que no puedas volver a cerrar. Si están selladas es por algo. Jamás entendí, lo que me decía. A lo mejor, y por previsión, sabía que era un caso perdido para ello. Pero mi sentido de rebeldía me llevaba a querer inspeccionar lo prohibido. Lo tabú, lo bajo del mundo.
Estaba en el living contiguo al ingreso una ventana con el vidrio quebrado. Era la típica morada antigua. El cuadro, el reloj de pared, y una mesa con sillas de tapizado fino. La puerta de adelante cerrada con llave, y la casa parecía en orden, como si no estuviera abandonada, aunque lo estaba. No tuve inconvenientes para llegar allí. La ventana aspiraba el viento del parque, y la determinación de quien se lamentará.
Allí encontré. Algunos papeles en blanco. El libro polvoriento de hojas color naranja en el mueble con una litografía de una imagen borrosa gritando. Era espeluznante por así manifestarlo. Ese olor hipnótico agitaba mis sentidos. Abrí esa sensación cuando la primera página despertó un interés misterioso. La historia arrancaba con ciertos aspectos de una fachada, y alguien indescifrable se hacía presente en una escena ininteligible, detrás de él unas sombrías especies volátiles parecidas a espectros que direccionaban a su mente con gritos.
Continué leyendo, y el frio de mi cuerpo produjo una nimia convulsión. Experimentaba una aterradora figura en mi imaginación. Creí por un momento que algo observaba el
libro, debido al juego de sombras que se dibuja en todos los contornos de aquel recinto vetusto, y luego el libro me observaba a mí, y desesperadamente yo los observaba a ellos desde el libro, y ellos detrás de mí, me confrontaban. Realmente el escalofrió consumió mi cuerpo. ¿O era solo paranoia?
Percibí al peligro. Era de una forma extraña, amorfa. Y me dijo largo de aquí, pero era tarde. Cerré los ojos, con ello aquel ejemplar por cuestiones de pánico. Mi visión que no era nada eficiente ensayó en varias oportunidades con un abrir y cerrar del parpadeo. Delante, y detrás acechándome apreciaban mi piel. Eran las anomalías. O ese nombre decidí poner a esas extrañas criaturas. El miedo me carcomió; me fui corriendo del hall hasta la puerta trasera, y desde la ventana me fugue. Me perseguían desde los escombros, y pastizales de yuyos que se atravesaban en el camino. Yo sabía que me acechaban. Oía el ruido de esas plantas moviéndose. Golpe mi cuerpo contra el duro metal. Y desde unas varas oxidadas, trepé por ellas, y salté del otro lado de entre las hierbas, forrajes. El apuro generó la herida que nunca cicatrizó en mi brazo izquierdo.
Ya en mi hogar, me metí en mi cuarto asustado. Era un niño necio, y un adulto desequilibrado. La respiración de mis pulmones, expulsaba apenas unas bocanadas sincronizadas por los latidos de un corazón acobardado. Me dormí de los nervios.
Desperté al otro día, a pesar de los llamados de mi madre a cenar, estaba prácticamente anestesiado. Ya había pasado aquella pesadilla, me comente a mí mismo. Al ponerme los lentes, lo vi allí. El libro de la vieja casona, y su aroma. No pude, juro que no pude contenerme, y lo abrí cuando extendí el brazo a esa mísera maldición. El personaje principal, estaba tan asustado como lo estaría éste lector. Y ambos nos miramos en las tragedias que vendrían. Las anomalías nunca se fueron. Y aparecían en mi mente, en mis sueños, y en esa realidad. Leía el libro buscando explicaciones. Nunca terminaban las páginas. Goteaba sangre de la herida. Hice todo lo posible por deshacerme de él, sin embargo no podía, como tampoco despojarme de las anomalías. Mis padres me internaron, pues intenté, destruirlos produciendo situaciones que solo un tipo en su insano juicio cometería. Nada calmaba a los demonios que podían ser mis padres, amigos, y todo ser a mí alrededor. Decían que sufría de visiones, y que todo estaba en mi mente. Negué en todos los estudios. Todas eran anomalías que me perseguían. Busqué como ultimo recurso el suicidio, pero el libro me apresaba. No podía irme sin terminarlo. Cada vez se extendía más esas páginas. Y el personaje de aquella historia sufría lo que mi cuerpo y mente. Y me imploraba por finiquitar este periplo de horror. Termina lo que empezaste. Pasaron años, y no tengo a nadie alrededor. Mi vida cambió desde aquella vez que metí mis narices en aquella casa. Estoy escondido en un cuarto a penumbras. La luz estaba prohibida pues las anomalías no les gustan para nada. Tengo el ejemplar. Solo una página para concluir.
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Editado: 30.04.2024