Para entender algunos hechos futuros que sucedieron en este barrio, nos hemos de remontar a un idílico lugar llamado Aurora Skies, un hermoso pueblito bañado con auroras boreales y casitas de colores.
Curiosamente las gentes que viven allí casi todos son científicos, (además de unos pocos habitantes que viven de la pesca), cuya existencia se basa en crear una energía sostenible a base de recursos desechables. Y lo han conseguido indudablemente, ya que allí el aire es puro, sus aguas cristalinas y apenas hay coches, casi todos allí se desplazan mediante bicicletas o unos curiosos globos aerostáticos que funcionan mediante desechos orgánicos y que a su paso dejan un leve aroma a pino.
Los jefes de ese proyecto que finalmente se ha hecho realidad, son una pareja llamados Björn Panero y su esposa Gudrun, los dos de origen finlandés, y sus dos hijos Loki e Irina.
Una mañana, estaban desayunando, cuando Björn se dirigió a su mujer señalándole una noticia que salía en portada del diario del día.
—Querida, ¿has visto? Existe muy lejos de aquí un barrio que está completamente desértico al cual llaman Las rarezas. Veo que aquí ya no nos ata nada, ya que nuestra máxima aspiración, que era lograr una energía sostenible y así salvar esta ciudad de la contaminación, ya se ha hecho posible. Mis compañeros se han hecho a este lugar idílico y desean permanecer aqui viviendo felices con sus familias y crear diversos proyectos a distancia para venderlos a otros barrios. Pero yo estoy cansado, necesito otras motivaciones y se que en ese lugar tan extraño lograré otras metas en mi vida. En el diario dice que se han visto posibles presencias alienígenas y algunos científicos ansían tomar contacto con ellos. Sería una buena oportunidad de conocer colegas nuevos, que tengan otras inquietudes. —su mujer tomó la página del periódico y leyó la noticia por encima. Loki, a quien le interesaban esos temas también, trató de colarse entre sus padres para mirarla.
—¿Qué pasa en este barrio papá? ¿está lleno de aliens?¡yo quiero ir! —su hermanita Irina que jugaba en el parque alzó la vista de sus juguetes al darse cuenta de tanta expectación, pero luego siguió jugando como si nada, metiéndose un bloque de madera con letras en la boca, mientras, agarrada del pelo, sacudía convulsivamente una muñeca.
—¡Da, da, da… buuuu! —iba balbuceando contenta.
La esposa se encogió de hombros. La verdad es que comenzaba a estar un poco cansada de ser el centro de atención allá donde iba. Los vecinos querían tomarse una foto con ella, le pedían autógrafos etc…
—Bueno, sería una manera de pasar desapercibidos y comenzar una nueva vida allí.
Así que, en pocas semanas, empacaron sus cosas, cogieron el globo aerostático de uso propio que guardaban en el cobertizo del jardín y, después de despedirse de unos pocos conocidos de confianza, pusieron rumbo hacia aquel barrio que se estaba convirtiendo en noticia.
***
El episodio de los dos huevos misteriosos que había “expulsado” Aitor de manera tan poco elegante, fue un punto de inflexión en la relación tan apacible con su marido.
Ambos decidieron de común acuerdo que debían incubarlos de alguna manera si es que de allí dentro era posible que naciera algo vivo.
A sí que, Bruno salió para una tienda especializada en temas de jardinería y animales de granja y pidió si tenían incubadoras lo bastante grandes.
—Sí que tenemos señor, ¿para qué las utilizarían? —Bruno trató de disimular su azoramiento y murmuró algo. En la tienda había bastante gente comprando semillas, libros especializados, tierra abonada etc… Ya que el barrio donde vivían era bastante árido y no crecía nada, se habían hecho muy populares los jardines verticales y los huertos urbanos emplazados en terrazas y balcones. El dueño no entendió la respuesta de aquel vecino que conocía tan bien. (El barrio era pequeño y se conocían todos como comunidad). Finalmente, Curro carraspeó y alzó un poco más la voz:
—Digo, que vamos a criar gallinas. —Todos y cada uno de los clientes se giraron para observarle. Sabían que tanto Curro como su esposo Aitor no tenían para nada el perfil de avicultores. Es más, no se les conocía ningún interés en tener ningún animal doméstico, ni siquiera un gato. Sabían que Curro trabajaba la mayoría del día en su oficina del centro y Aitor vivía encerrado en su despacho en casa dedicado al divino arte de la escritura y para eso necesitaba silencio para la concentración que aquello requería.
Pero ninguno se atrevió decir nada y siguieron con lo suyo. Así que, Curro salió triunfante con una incubadora enorme que casi no podía ni transportar.
Al llegar a casa, encontró a un ensimismado Aitor, observando a sus “niños” atentamente con una lupa. Habría jurado que, en unas horas, aquellas cosas azul turquesa habían crecido desde que salieran de su...
Pero no dijo nada y los colocaron dentro de la incubadora, leyeron las instrucciones al detalle y una vez en funcionamiento, con la luz ultravioleta y el calorcito que emanaba, la dejaron encima de un mueble, al lado de una planta tipo ficus medio muerta ya.
—¿Tu crees que saldrá algo de ahí? No tengo muy claro si sabremos cuidar de ellos.