La niñez del General Ring Ring no fue muy feliz. Su padre, también de profesión militar era coronel por entonces y daba por hecho que su hijo sería militar como él.
Su madre Bronca lo tuvo muy joven y prácticamente ni lo cuidó. Se limitaban a darle los cuidados básicos y únicamente le prestaban atención cuando este, con apenas dos años pedía comida insistentemente o agarraba de los platos que dejaban en la cocina o en la mesa del comedor y cuando lo veían tirado en la alfombra rendido de sueño, la madre lo agarraba y lo metía en su cuna, apagaba la luz y sin siquiera mirarlo regresaba a sus cosas. Por no hacer no le pusieron ni nombre, llamándolo “Eh tu” “chico” y cosas así. Por eso nadie supo su nombre y todos lo llamaban por su apodo “Reclutas", en honor a su padre y el que luego llevaría toda su vida.
Un infante requiere un mínimo de atención, ya que debe aprender a hablar, andar, ir al orinal, los colores, las formas etc… Le habían comprado cuatro cosas que habían dejado por la alfombra para que no molestase y éste tuvo que aprender solo, a base de práctica. En cuanto tuvo una mínima edad, sus padres lo mandaron a una escuela militar desentendiéndose completamente de él y cuando todavía no tenía ni los trece años, vino su padre con paso firme, lo sacó de ahí por un brazo y de malos modos lo plantó en el jardín trasero donde, señalando alrededor le ordenó con voz firme:
—Este será tu campo de entrenamiento a partir de ahora, hijo. Comenzarás corriendo alrededor del patio durante una hora para calentar, te pararás allí haciendo cuarenta flexiones, cincuenta sentadillas, subirás y bajarás de aquel escalón durante media hora sin parar y después, me harás el recorrido de campo sin fallar dos veces: pasar la tela arrastrándote por el barro, sortear los obstáculos y luego escalar la pared.
—Pero… ¿y mis estudios? —su padre le dio una bofetada de improviso que casi lo tiró y le gritó:
—¿Ves esto? Es cuanta educación necesitas, cuando venga el enemigo de nada te servirá saber de cálculos ni de geografía… ahora…¡a obedecer soldado! —e hizo sonar su silbato, el que le seguiría durante toda su vida y el que heredaría al ser mayor y convertirse en un nuevo Reclutas.
Su hijo sabía de lo que hablaba, ya que desde que tenía uso de razón había visto pasar por allí a decenas de chicos de edades comprendidas entre diez a 22 años para que él los entrenara. El coronel Fusco le había repetido mil veces que ese lugar era como un imán que atraía gentes indeseables, seres de otros mundos que solamente querían conquistarlo y naturalmente debían estar preparados para cuando aquel día llegase. Él coronel se mantenía en contacto con otro pueblo vecino, Strangerville, también de apariencia desértica, donde había bases militares y grupos de científicos, todos luchando contra alguna conspiración. En Strangerville tenían sus propios problemas, debían luchar con otra amenaza que les vino del espacio en forma de esporas y, aunque habían logrado mantener el vecindario controlado, todavía podían verse algunos grupos de infectados que pululaban a sus anchas de vez en cuando con ojos alucinados, caminando dando tumbos de modo extraño, doblando sus extremidades de manera imposible y vociferando cosas sin sentido, plantando frutas y plantas insólitas en lugares aleatorios.
El coronel se alarmó pensando que por fin les habían declarado la guerra, pero todos le dijeron que aquellas personas no eran ninguna amenaza, ya que se mantenían infectados durante unas pocas horas. En el laboratorio habían hecho algunos experimentos con aquellas frutas redondas de un rojo brillante, pero aunque producían aquel comportamiento errático en quien se las comía o respiraba las esporas de las plantas que habían crecido por ahí, no llegaba a nada más, pero todavía no habían conseguido un antídoto para neutralizarlos.
Pero bueno, de la historia de Strangerville nos encargaremos en un futuro, pero lo que es cierto es que el coronel estaba paranoico con la idea que alguien podría iniciar una guerra y así se lo inculcaba a su mujer y a su podre hijo.
Éste lo escuchó detallar los ejercicios de entrenamiento y con el profundo deseo de agradar a su progenitor, sin cuestionarle nada, comenzó a correr.
Y esa fue su vida, sin estudios, sin una base de aprendizaje que según su padre no le iba a servir para nada, ya que solamente tenía que trabajar su cuerpo y obedecer el estricto código disciplinario del ejército.
Hasta una tarde en que, mientras se colgaba de una barra y seguía sus ejercicios de brazos, oyó unas risitas y vio en el exterior un grupito de adolescentes que salían del instituto y habían parado para despedirse y separarse cada una a su casa.
—¿A dónde vas a ir esta tarde Lila?
—Voy a casa de Olvido, mi madre insiste en que le vaya a hacer una visita cada semana a su sobrina porque según ella, siempre está sola y como buenas vecinas nos debemos con la comunidad. Ofelia necesita todavía un tiempo para hacerse a la idea, como a sus padres los encontraron encerrados en su coche, en el fondo de las aguas del lago, piensa que ella también se podría ahogar, siempre anda asustada, por eso ha dejado las clases y le ayudo a estudiar.
—¿Te refieres a la Olvido Fantoche que vive en aquella mansión encantada? Se dice que por la noche salen todos los espíritus que guarda enterrados en su jardín. Mi tía asegura que ella los mató uno a uno, a sus novio, sus dos maridos, a su hermana, cuñados y a algunos más que están muertos por ahí.