Historias de San Valentín.

La bruja de Hielo. Parte 2

La mancha en la pared. 

 



 

Los vecinos nuevos llevaban poco más de un mes y ya habían causado estragos en su perfecta, organizada, pulcra y planchada vida. Hasta ahora, había tenido que comprar tapones para los oídos pues al parecer eran un poco sordos y ponían la televisión con programas infantiles a volumen muy alto. Y hacían mucho ruido por las noches. Sospechaba que esa casa estaba llena de por lo menos cien niños debido al montón de juguetes regados por el patio. Una bicicleta, una patineta, un monopatín, un casco, patines, carros y camiones. Pelotas y aviones. Incluso zapatos. ¿Es que acaso no había madre que corrigiera a todos esos diablos? O por lo menos una niñera. 

Incluso su rutina matinal ahora estaba siendo interrumpida por los escandalosos vecinos. Cada mañana entre las seis cincuenta y nueve y las siete con siete, la voz masculina de la casa apuraba al resto diciendo que era tarde para la escuela. Pero el hombre tardaba al menos doce minutos en salir del estacionamiento pues al parecer siempre olvidaba algo. "Que desorganización" pensaba mientras se cepillaba los dientes por segunda vez antes de desayunar. 

La curiosidad por saber de cuantos enanitos estaba lleno el jardín de al lado le asaltaba constantemente. Solo podía imaginarse el desastre de hogar que había ahí. Platos sucios en el fregadero, ropa sucia en cada esquina o seguramente incluso en el sofá. Vasos y cucharas usadas en la mesa, cocina y sala. Cojines desordenados. Cacerolas sucias y amontonadas en el refrigerador con más de un cartón de leche abierto. Alimentos en el congelador sin organizar ni separados ni clasificados. El horror de no saber si los productos de la alacena estaban por vencer o no le hicieron salir de la cama esa noche. 

Se puso la bata sin percatarse que llevaba el antifaz sobre la frente. Se dirigió a paso seguro hasta la puerta. Estaba por tomar sus llaves cuando paró en seco dándose cuenta de lo que hacía. 

—Pero qué estoy haciendo —. Tardó un segundo más tratando de ordenar sus ideas y encontrar una explicación para su absurdo comportamiento, para luego seguir en un monólogo. 

>Bueno, estoy yendo a casa de mi vecino de al lado para darle consejos sobre el correcto almacenamiento, clasificación y uso de alimentos empaquetados, congelados y de pronta expiración. 

<Ajá. ¿Y pretendes hacer eso a las… once de la noche? 

>Nunca es tarde para el orden. 

<Es indecente. 

>Es correcto ayudar a los vecinos. 

<Durante horas hábiles. 

>Solo me tomará un minuto. 

<No. Te tomará horas si no días. Pues no sólo intentarás dar el "consejo", vas a tratar de organizar tu misma la cocina y luego pasarás a la sala, luego a las habitaciones, los baños, las áreas de recreo, jardín,bodega, cochera y todo rincón que encuentres. 

>Pero .. 

<Luego querrás calendarizar todo. Horarios, menús, días de aseo y quehaceres diarios, semanales, mensuales, anuales, etc. 

>Me haces ver cómo una loca maniática del orden. 

<Lo eres. Pero recuerda. Recuerda que no puedes controlarlo todo. 

>No puedo controlarlo todo. 

Repitió la última expresión como su mantra. Le había costado meses de terapia y mucho dinero para poder hacer conciencia de esa expresión. 

Así que para liberarse del impulso repentino de organizar la vida de sus vecinos, fue a revisar la alacena. No caería mal darle una chequeada a las fechas de vencimiento de las pastas y salsas. Revisar de paso la lista del supermercado y acomodar de nuevo las latas de soda girandolas un cuarto de vuelta en dirección a las manecillas del reloj ordenadas por el orden alfabético de la letra impresa a un lado de las sodas. Un promocional de la temporada. 

Cuando hubo acabado, sin duda se sintió mejor. Aquella angustia había pasado. El dolor de cabeza desapareció casi del todo así que tomó una Aspirina para eliminarlo por completo. Fue apagando las luces en el camino y sonrió cuando se había envuelto en las sábanas y colocado su antifaz para dormir. 

—Que tontería. 

Pero con el paso de los días, Belia seguía intrigada por los ruidosos vecinos. A veces se preguntaba qué clase de hogar sería ese. … no. Belia ya conocía esos hogares de cabeza. 

Mil niños corriendo por todos lados que parecían multiplicarse cada hora. Sucios a totalidad. Con las mejillas pegajosas y migajas esparcidas en el rostro, incluso en el cabello de puntas tiesas por el sudor. Manos y uñas horrendas como si fueran topos. Narices goteantes y asquerosas. Ropa sucia, maloliente y cubierta de todas las comidas de la semana. Paredes embarradas de todo tipo de manchas, dedos pintados en cada borde y metro cuadrado de la casa y no precisamente con pintura. Y qué decir de la alimentación y cocina. 

Platos de varios días pudriéndose con las migajas y sobras. Olores rancios por toda la casa. Cocina grasosa con todos los restos que se caen cada vez que sirven comida, si es que a lo que preparan se le puede llamar comida. Ropa sucia entre la limpia, la de salir con la de la casa, baños sucios y mohosos. Etc. Etc. Etc. 

Tanto imaginar todo aquello le provocó náuseas. Corrió al baño preparada para vomitar pero no fue así. Se quedó ahí otro rato esperando pero no. Gracias el cielo no. Aún así, cepillo sus dientes de nuevo para quitar la sensación de agruras. Lavó el váter con suficiente detergente para cerámica y lejía. Luego de asegurarse que estaba limpio y que la regadera no tenía ninguna mancha de suciedad, respiró tranquila. 

Casi corrió hasta la cocina por una coca cola pues el olor a cloro le estaba mareando. Soda y mucho hielo fueron suficientes para volver a su pacífica, limpia y organizada vida. Tuvo que recordarse que ya no estaba ahí en esa vieja casa llena de todo lo que odiaba; el desorden, la sociedad, la falta de organización y niños sucios. Ahora estaba segura en su hermosa casa de vecindario común color blanco. Con ventanas limpias, pisos pulidos y paredes color crema sin manchas. 




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