Historias de terror

La rebelión de la muerte (III)

Estaban sentados en la sala de la casa de Bernard. En la mesita del centro humeaba una tetera y los dos hombres tenían sendas tazas de café con una pieza de pan en las manos. En las rodillas del anciano descansaba su escopeta, le había puesto otros dos cartuchos y los restantes los guardaba en una faltriquera que le colgaba del pecho. También tenía un rifle, una 38 y un par de 9 milímetros, éstas dispuestas en otra mesa no muy lejos de él, junto a algunas cajas de tiros (el viejo era un militar retirado y su afición por las armas no se había quedado en el ejército). Ricardo no pasó por alto ese hecho.

«No confía en mí ―decidió―. Aún no sabe si voy a convertirme en zombi o no.» Aunque, haciendo honor a la verdad, él tampoco estaba seguro de lo que le deparaba. Estaba amaneciendo, el perro-vivo-muerto lo había mordido unas dos horas atrás, y aparte de un leve escozor en la herida vendada, no notaba nada raro. Pero qué sabría él del proceso de conversión de humano a zombi.

―Rita está a la línea ―dijo Angélica desde atrás, sacando a los hombres de su mutismo―. Le tuve que llamar varias veces para que respondiera, dice que allá todo está en orden, aunque ya se puso a ver las noticias también, está preocupada por nosotros. Rita, nuestra hija mayor, vive al otro lado del país ―agregó, esto último dirigido a Ricardo.

―Pues dile que no se preocupe por nosotros, nada nos va a pasar ―dijo Bernard con voz seca.

La familia Banega, el apellido de Bernard, era bastante grande, según había descubierto Ricardo en las dos últimas horas. Muchos vivían en otros estados y aseguraban que nada extraño ocurría en esos lugares. Muchos otros vivían en la ciudad y lugares aledaños. Algunos no habían respondido; según había visto en la televisión, en algunos puntos el caos era realmente terrible y la cifra de muertos ascendía a miles, Bernard y su esposa creían que algunas de esas víctimas eran sus parientes. Los que habían respondido buscaban refugio por sus propios medios; sólo el hijo menor y su esposa habían dicho que iban hacia su casa para refugiarse juntos.

Ricardo no había hecho ni una llamada. Ni aún después de la muerte de Emelyn se había dado cuenta de lo solo que estaba. Tenía una hermana, pero no tenía contacto con ella, sus padres y abuelos ya habían fallecido y con los tíos y primos ocurría lo mismo que con su hermana. No tenía otra opción que quedarse con Bernard, aún a riesgo de que este le volara los sesos al primer comportamiento extraño de su parte.

―Esto parece importante ―dijo Bernard. Le subió el volumen a la televisión. 

Escucharon la noticia en silencio, sin dar un sorbo al café que ya se había enfriado. En la oficina del noticiero habían hecho un enlace con una de sus reporteras, al fondo se veía vagones, sacos de lo que parecía ser arena, escombros, árboles cortados… ¡Era imposible!

―El gobierno no está dispuesto a permitir que esto trascienda a nivel nacional ―decía la reportera―. El ejército y los miembros de los cuerpos policiacos de los estados vecinos ya han sido puestos en marcha con la intención de cercar la zona afectada. Nadie entra, nadie sale. Parece una tarea titánica, pero es lo que se ha puesto en marcha. Las carreteras ya están bloqueadas y se pretende tirar malla en los bosques, sobre los lagos, ríos, montañas…

―¡Eso es imposible! ―Exclamó Bernard, poniéndose de pie de un salto― Nuestro Estado es demasiado grande.

―No van a cercar todo el Estado ―dijo Ricardo, que había reconocido la carretera desde la que reportaba la periodista―, sólo la ciudad y pueblos cercanos. Con los suficientes recursos tanto materiales como humanos, no es algo imposible ―señaló―. Al parecer, el ataque zombi no es un cataclismo mundial como se ve en el cine. Aun así, me sorprende la poca humanidad de nuestro presidente.

―¡Demonios! ―el anciano se mesó el cabello, desconcertado. El mismo ejército al que había servido ahora lo condenaba. Por una vez, parecía el anciano que realmente era― ¿Qué vamos a hacer? ¿Refugiarnos en el sótano?

Bernard estaba desconcertado, aterrado. Ricardo lo tenía claro.

―Nada de eso ―dijo con convicción. Se puso de pie y fue a la mesilla de las armas, cogió el rifle y se guardó una 9 mm en la parte trasera del pantalón. Bernard lo miró con ojos como platos―. Vamos a salir de aquí. Conduciremos hasta donde permita la carretera y después iremos al bosque y saldremos por allí. Mataremos a todo aquello que se nos oponga, vivo o no vivo. ―Luego, algo más apenado agregó―: Aunque primero tendrá que enseñarme cómo funcionan estas charadas.

Aquello provocó una carcajada a Bernard, quien de la frustración y la congoja pasó a una férrea decisión.

―Tiene razón, muchacho. Es verdad lo que dice. Mujer, busca una mochila y empaca agua y comida, que nos vamos.

Después salieron al patio, donde Bernard enseñó a Ricardo lo básico acerca del uso de las armas.

No hubo mucho tiempo para la teoría.

Se empezó a oír disparos no muy lejos, al este, y gritos de dolor y miedo. Un muchacho pasó corriendo por la calle, a la vez que gritaba:

―¡El cementerio! ¡Se salieron los muertos del cementerio!

El cementerio estaba a poco más de un kilómetro.

―No tenemos mucho tiempo ―observó Ricardo, prestando atención a lo que ocurría a la distancia―. Tenemos que marcharnos ahora.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.