Historias de terror

La rebelión de la muerte (VI)

―Se empieza a hacer tarde ―señaló Bernard, mirando al sol.

Ricardo comprobó su reloj de pulsera. Eran las diez y media de la mañana. No hacía ni doce horas desde el comienzo de aquella pesadilla, pero parecía, como mínimo, que había transcurrido un año desde el principio, desde esos ladridos que lo despertaron a las tres de la mañana. «Las tres de la mañana ―recordó― ¿Por qué todo empezó a esa hora?». 

―Mastiquemos y bebamos algo y a darle a la pata ―continuó Bernard―. ¿Cuánto podríamos tardar en llegar al límite que el gobierno ha designado?

Ricardo lo pensó un minuto antes de contestar.

―Presumo que al menos dos días ―dijo―. Lo más seguro es que sean tres. Aun yendo en línea recta hay unos cincuenta kilómetros hasta la frontera que percibí en la televisión. Todo dependerá del ritmo que podamos mantener, pero, sobre todo, de los obstáculos que se nos puedan interponer.

―¡Zombis! ―Masculló Jaime haciendo un mohín, a la vez que se miraba el vendaje casero que su esposa y su madre le habían puesto en el hombro izquierdo.

―Sí, zombis ―estuvo de acuerdo Ricardo.

―Cortaremos algunas ramas y haremos algunos garrotes ―dijo Bernard―. Ricardo tiene razón en lo que comentó hace rato. Necesitaremos algo para enfrentarnos a corta distancia con esos monstruos. Aunque ruego a Dios que no nos topemos con ninguna criatura más. ―Por su tono de voz, era obvio que no creía que fuera a pasar tal cosa.

―Yo también lo espero ―añadió Jaime―. Y también estoy de acuerdo en lo de fabricar esos garrotes. Creo que hasta mi Ana debe llevar uno.

―Por supuesto ―convino Bernard―. Por lo pronto, comamos.

Se sentaron en un círculo y abrieron un par de latas de comida y la repartieron en platos desechables. La pequeña Bellyn le sonrió a Ricardo cuando le tendió el plato que habían servido para él. Era una niña preciosa, de cabellos castaños y ojos claros. Recordó lo mucho que había hablado Emelyn de esa niña que tendrían algún día. Sintió ese tradicional nudo en la garganta, de manera que sólo sonrió y agradeció con un gesto de la cabeza a la pequeña.

Cortar las ramas no fue fácil. Los cuchillos no eran grandes, y aunque los golpearan con otros maderos para cortar un par de ramas, fue un proceso laborioso y difícil. De manera que tuvieron que conformarse con rústicos palos, apenas limpiados del extremo que hacía de mango para no astillarse las manos.

―Mejor así ―dijo Bernard, enjuagándose sendos goterones de sudor que le escurrían por el rostro.

―Por supuesto ―adujo Ricardo―, si no los matamos de algún golpe, siempre cabe la esperanza de que cojan una infección.

―Ja. Bien dicho. Por cierto, ¿cómo sigue su brazo?

―Me escoce un poco, pero no creo que vaya a convertirme en un muerto-viviente.

―Yo tampoco lo creo. Boberías del cine, digo yo. Por eso mi Angélica y yo preferimos una buena estación de radio.

Bernard cogió uno de los cuchillos y le tendió el otro a Ricardo. Únicamente había dos.

―Mejor tenerlos a mano que entre la comida ―dijo.

Se pusieron en marcha ya pasado el mediodía. Esa parte del bosque era de árboles pequeños, por lo que había muchos arbustos, maleza y enredaderas en el suelo. Los tres hombres se turnaban para encabezar la marcha, momentos en los que recibían múltiples arañazos a la vez que cortaban las enredaderas que definitivamente no podían apartar para avanzar. Era un trabajo molesto, cansado y frustrante.

Caminaban en fila india, dos hombres adelante, las dos mujeres y la niña en el centro, y el varón restante cubriendo la retaguardia. No hablaban, se comunicaban más que todo por señas y se detenían al indicio del menor ruido, escuchando, los garrotes prestos, al igual que las armas de fuego. A veces era sólo una ardilla; otras, un pájaro; en otra ocasión fue un mico que pasó balaceándose de rama en rama; pero las más de las veces, ni siquiera descubrían la fuente de los ruidos. Ricardo estaba seguro que se trataba de roedores u otro animalillo del bosque, uno vivo en todo caso, no uno muerto, de lo contrario, hacía mucho que habrían sido víctimas de un ataque. «A menos que sean zombis pensantes ―no sabía de dónde procedía tamaña estupidez― y nos estén tendiendo una trampa».

A media tarde, la densidad de la vegetación que cubría el suelo empezó a ceder. Los árboles se tornaron más grandes, las ramas empezaron a tocarse por encima de sus cabezas, formando doseles, hasta que se encontraron caminando sobre una escarcha de hojas secas y húmedas, donde apenas crecía otra vegetación que no fueran los propios árboles. Habían penetrado en la parte más antigua del bosque. Una parte húmeda y umbría, que los libró de lo peor de la vegetación, pero Ricardo sintió que los cargaba con algo peor.

Los pensamientos de Ricardo no andaban desencaminados. Al poco de avanzar por entre aquella parte del bosque, encontraron la primera víctima. La descubrió la pequeña Bellyn, quien gritó como sólo una niñita aterrada puede hacer, poniendo a todos en guardia. Se trataba de una serpiente, tan grande como dos hombres y gruesa como uno. Estaba muerta. Tenía marcas de dientes y zarpas. Ricardo no tenía miedo de la serpiente muerta, si no la fiera que la había matado. Debía de tratarse de un depredador feroz.

Bernard fue a examinarla de cerca, y tragó saliva.




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