Historias de terror

La rebelión de la muerte (VIII)

Al principio caminaron. Apenas contaban con dos linternas de mano, y tuvieron que apañárselas con estas para ver por dónde pisaban. A su alrededor, el bosque seguía silencioso, a no ser por la cacofonía de los zombis que les seguían. Porque Ricardo estaba seguro que aquellos monstruos iban en pos de ellos. A por sus vidas, a por lo único que les quedaba.

El miedo era el compañero incómodo en aquella marcha mañanera. Se vislumbraba en el rostro de la anciana que aspiraba grandes bocanadas de aire cada tanto, como si ello le fuera a devolver la vitalidad perdida en la juventud. Se sentía en el nerviosismo de Ana y de Bellyn, que había dejado de llorar merced a muchos ruegos de su madre y un par de ceños fruncidos cortesía del abuelo. Jaime y Richard iban a la zaga. Jaime iba al último, alumbrando con una lámpara a los demás. Ricardo lo volteaba a ver de vez en cuando, y veía su miedo en el rostro en forma de goterones de sudor. Bernard, abría la marcha, lámpara en mano, escopeta presta, una porra trababa de cualquier manera a su espalda, parecía el único que no sentía miedo. Pero Ricardo lo vio dar leves respingos cuando un ruido más fuerte que los anteriores hendía la noche. Ricardo, por su parte, estaba cagado de miedo.

Caminaron durante dos horas, según comprobó Ricardo. Pronto se hizo notorio que, con aquel ritmo, apenas si estaban retrasando lo inevitable. Si querían escapar de una muerte segura, iban a necesitar de algo más. Quedarse a pelear y volver a matar a los muertos-vivientes que los seguían, no le parecía la mejor de las opciones, ya que, a juzgar por la densidad del ruido, el grupo que los perseguía era bastante considerable. «¡Si tan sólo fueran tan lentos y torpes como en la televisión!» Pero lo cierto es que no era así, eran más rápidos, casi tan rápidos como una persona normal.

Elucubrando un poco llegó a pensar que, quizá debían girar hacia la izquierda, hacia la interestatal, y lo tenían que hacer a la carrera, si es que querían tener alguna posibilidad de alcanzarla. Suponía que la tenían a varios kilómetros desde su posición, a los zombis, mucho más cerca. O si pudieran hallar un lugar donde atrincherarse. Y en todo caso, ¿de dónde habían salido sus perseguidores? ¿Provenían de la ciudad o es que había algún cementerio en esos lugares?

Entonces lo recordó.

―¡Alto! ―Gritó.

Los demás se detuvieron de súbito, impelidos por la fuerza de su voz.

―¿Qué ocurre? ―Preguntó Bernard.

―¿Dónde están? ¿Hay más zombis? ―Preguntó a su vez Ana, aterrada, girando la vista a una y otra dirección. Bellyn se echó a llorar otra vez y la mujer se puso a la tarea de hacerla callar.

―¿Saben hacia dónde vamos? ―Inquirió Ricardo.

Nadie respondió. Se miraron durante unos segundos en la creciente claridad del amanecer, hasta que se encogieron de hombros.

―¡Los túmulos! ―Soltó Ricardo―. Recuerden que en alguna parte de este bosque están los túmulos resultas de las guerras sobre las que se forjó esta nación.

―¡Maldición! ―Bramó Bernard, comprendiendo el alcance de lo que les acaba de recordar Ricardo―. Nos hemos metido en la guarida del lobo.

―¿Entonces, estamos rodeados? ―Dijo Jaime.

―No hay que descartar esa posibilidad ―señaló Ricardo―. Opino que deberíamos salir a la carretera. Cabe la posibilidad de que allí encontremos algún tipo ayuda.

No hubo objeciones. Las posibilidades no eran muchas, amén de que, de alguna forma, se había erigido en líder del grupo. Bueno, eso, y que el ruido de sus perseguidores estaba ya casi encima de ellos.

Apenas habían caminado unos cien metros, cuando el primer zombi apareció tras sus espaldas. Los tres hombres se volvieron y dispararon. El zombi cayó tan rápido como había aparecido.

―¡Rápido, rápido! ―Gritó Ricardo― ¡Que se nos echan encima!

Corrieron otro trecho, y apareció otra pareja. Ricardo le dio a uno en el pecho, y mientras éste se detenía para ver su herida, le acertó en los sesos. Bernard y Jaime dieron cuenta del otro.

Los iban a atrapar, de eso no cabía duda. Y en parte se debía a la anciana Angélica, que era incapaz de correr diez metros seguidos. Incluso Bernard empezaba a parecer cansado. El viejo (Era un valiente ese viejo) debió pensar lo mismo, porque a la siguiente pareja de zombis, cogió a su mujer y se rezagó.

―¡Qué Demonios! Bernard, no se detenga ―dijo Ricardo.

―¡Papá!

―Sólo los estamos retrasando ―dijo el anciano―. Angélica y yo decidimos que, si en algún momento nos convertíamos en una carga, nos quedaríamos atrás.

―¡No!

―Anda, sigan, yo los entretendré un tiempo. Si corren como Dios manda llegarán a la carretera, y allí, lo que él decida.

―Papá, ¿estás loco?

«Loco no ―pensó Ricardo―, está muy cuerdo». El viejo tenía razón, y la mirada que dedicó a Ricardo lo convenció. Comprendió que lo que quería era que convenciera a su hijo de que siguiera avanzando, quería salvarlo, a él, a su esposa y a su hija.

―Cargue a su hija y a correr, Jaime ―dijo Ricardo, tirando de la manga para evitar que fuera con su padre―. No desperdicie su sacrificio.

Al final aceptó. Los dos jóvenes y Ana se echaron a correr; la pequeña Bellyn en brazos de su padre.




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