Historias de terror

El manuscrito de Ronald Rigan (II)

Cuando al día siguiente apareció mi esposa acompañada con un tipo de traje y corbata temí lo peor, no que tuviera otro, si no que llegaba a anunciarme la muerte de alguno de mis hijos. La realidad era otra, menos dolorosa tal vez, pero no menos terrible. Aprovechándose del mal trance que vivía y de mi menoscabada reputación, logró hacerse con la patria potestad de los niños y de la mitad de mis bienes. La mitad de mi fortuna perdida de un plumazo. No es algo fácil de asimilar.  

Salí de prisión más pobre que nunca, sin mujer, casi sin hijos, sin padres, y con la reputación por los suelos. Sentía que mi vida estaba acabada. Pero todo eso no era lo peor. Lo peor eran las noches de soledad. Empecé a temer más que a la muerte la aparición del maldito calesín y sus ruidos infernales. Los días transcurrían con relativa tranquilidad. Lo que realmente me aterraba era la noche, y no era para menos, aquella cosa aparecía siempre de noche.

Cuando la noche caía ya estaba en casa, en la sala, en el estudio, en mi habitación. Tampoco importaba dónde estuviera porque el miedo era el mismo. El corazón me martilleaba dentro del pecho, el sudor fluía como si hiciera ejercicio físico y mis oídos y ojos captaban cualquier ruido o movimiento y los transformaban en trápalas, traqueteos y calesines. Era obvio que empezaba a volverme loco.

Una semana después de salir de prisión volví a escuchar el traqueteo del calesín sobre los adoquines. Mi corazón dio un brinco aterrado. Estaba esa noche acostado en mi habitación, y por nada del mundo me atreví a moverme de ella. El ruido producido por el movimiento del calesín y los cascos de los caballos llegaba a mis oídos de forma nítida. No me costó ningún esfuerzo imaginar el carruaje oscuro, los caballos oscuros y la silueta oscura sentada en el pescante, el de los ojos de fuego. Durante un minuto imaginé el recorrido del carruaje por la calle de adoquines, desde que apareció por un extremo hasta que desapareció por el otro.

No es menester ahondar que esa noche no dormí nada. Me pasé la mañana y la tarde que continuaron hecho un manojo de nervios. Cada que sonaba el teléfono daba un brinco, imaginando que por allí venían las malas nuevas. Los ruidos de los autos que pasaban por la calle los atribuía a los vehículos de aquellos que venían a anunciarme calamidades. Pero pasó la mañana y la tarde y no recibí ninguna mala noticia. Eso en lugar de aliviarme me puso más nervioso. Empecé a hacer llamadas a las oficinas de mis negocios, temiendo que anunciaran una catástrofe financiera. Pero la cosa tampoco iba por allí. Y fue entonces que empecé a temer en serio por mis hijos.

Fue así que por la tarde subí a mi coche y conduje hasta el otro lado de la ciudad a ver a mis hijos. Una simple llamada hubiera resuelto el asunto, pero juro que no se me ocurrió hacerlo. En lugar de ello conduje casi una hora hasta aparcarme frente a la casa que mi dinero había procurado a Ayanne. Era ya de noche cuando llegué, y al llamar al timbre quien abrió fue una sirvienta. Ayanne no estaba, pero no me fue difícil intimidar a la muchacha para que me dejara ver a mis niños. Un profundo alivio me embargó cuando vi a mis pequeños jugando alegres un videojuego frente al televisor de la sala.

Me quedé en casa de Ayanne hasta tarde. No sé bien por qué lo hice. Aun me repito que lo hice para preguntarle acerca de los niños, que si estaban bien y si no habían corrido ningún peligro recientemente, pero sinceramente, no me creo eso. Creo que hubo algo más detrás que hizo que me quedara.

Ya era cerca de media noche, y los niños se habían ido a dormir hace rato, cuando oí el motor de un coche detenerse frente a la casa. Dejé el sofá en el que estaba sentado esperando y salí a la calle, y lo que desde hace ratos intuía, me fue confirmado sin demora: Ayanne andaba con otro tipo, no el de la ventana, si no otro, de gran porte y coche de lujo.

A qué negar que me sentí herido en mi orgullo, sentí un golpe en el pecho y un nudo en la garganta. No es que fuera sorpresa, pero no por ello menos doloroso. Más aún cuando la vi a ella resplandeciente con un vestido de seda. Los maldije a ambos, y sintiéndome avergonzado me deslicé por el jardín sin que me vieran. Qué me iban a ver si estaban muy contentos despidiéndose entre retozos y besos. Cuando por fin se despidieron y Ayanne hubo entrado en casa corrí hacia mi coche, que no habían visto u omitieron deliberadamente, y fui tras el amante.

No describiré lo que hice, quien lea esto no tiene por qué saber la atrocidad que cometí, basta decir que perseguí al tipo hasta su casa, me colé en su habitación y lo asesiné de la manera más vil que pueda existir. Lo que sí voy a contar, y no como excusa, es que en esos momentos no era yo mismo. Estaba impulsado quién sabe por qué sentimiento absurdo, o quizá influenciado por alguna fuerza malévola originada en aquél maldito calesín. Digo esto porque en cuanto hube cometido el crimen desperté cómo de un ensueño y me aterré hasta límites indecibles. Mientras llevaba a cabo mi atrocidad me había sentido bien, hasta extasiado, pero después, todo era miedo, nervios y arrepentimiento.

Eso fue en la madrugada de hoy. Ahora me encuentro en la sala, escribiendo este manuscrito porque sé que mi fin está cerca. Hace mucho que deben haber dado con el cadáver, no me cabe duda de alguien me habrá visto seguir el coche de la víctima, si no, tampoco es que no haya dejado huellas. De un momento a otro oiré las sirenas de los coches policiacos venir hacia aquí, pero ni crean que me dejaré atrapar; antes muerto. No me aterra la prisión, me aterra seguir oyendo el traqueteo del calesín. Y eso es algo que no quiero oír nunca.




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