A un cuarto para las doce Natalie se deslizó con sutileza del abrazo de su marido. Adam dormía profundamente, ni siquiera se agitó. A continuación, se bajó de la cama, se metió las pantuflas con suavidad y cubrió su desnudez con una bata de seda roja. Salió de la habitación toda sigilo. Una vez fuera de la habitación empezó a temblar, aterrada. Pero lo amaba, y era su deber protegerlo. Jamás una mujer enamorada había hecho tantos sacrificios como los que hacía ella. De modo que empezó andar hacia arriba.
En la terraza hacía noche fresca. La brisa helada le agitó la bata y la hizo temblar. Pero los temblores del frío no eran nada comparados a los temblores del miedo. Llevaba siete años haciendo aquello, y aún tenía tanto miedo como la primera vez que supo de cómo iba todo.
Mientras él llegaba intentó relajarse un poco tomando asiento en una silla. Pero se puso de pie antes que transcurriera un minuto. Estaba demasiado nerviosa y aterrada como para estar quieta. Sin más empezó a pasear de un lado a otro. La brisa fresca le agitaba los vuelos de la bata y Natalie se abrazaba a sí misma para reprimir el frío.
Sabía que él no tardaría en llegar. Hasta la fecha no se había retrasado una sola vez. Al principio Natalie fantaseaba que él no se presentaba una noche y que a partir de entonces no volvía a verlo. Pero era eso, fantasías de una chica tonta, porque siempre llegaba, siempre era puntual, y ella siempre pagaba el precio; un precio sólo doloroso en el mejor de los casos.
Mientras andaba de un lado a otro, inquieta, recordó la noche fatídica que había conducido a todo aquello. Era joven, tenía dieciocho años, y era hermosa. En la fiesta de graduación había un joven que no debía estar allí; un joven que robaba todos los suspiros de las chicas, y de uno que otro chico también. Pero todos pensaban que era invitado de uno u otro alumno y nadie dijo nada. La representación de adonis la invitó a bailar y luego a unos tragos y Natalie se sintió extasiada. Al término de la velada Natalie le había entregado su primera vez al desconocido. Jamás pensó que llegaría a arrepentirse tanto.
No lo volvió a ver, el apuesto joven parecía haber desaparecido y nadie supo darle razones de él. De modo que irremediablemente terminó relegándolo a su pasado. Más tarde se enamoró de Adam y se casaron. Fue entonces que apareció de nuevo el joven que había tomado su primera vez y sin más anunció que regresaba para tomarla, y que a partir de entonces la visitaría todas las noches de luna llena. Natalie se había reído de él. Pero su risa se transformó en horror cuando frente a ella el joven dejó su disfraz humano y adoptó su forma original: la de un demonio de piel escamosa, alas membranosas y cara similar a la de un reptil. Y su miembro, su miembro era algo monstruoso, feo y grueso, que la desgarró por dentro cuando el demonio la violó. Y desde entonces volvía cada noche de luna llena, y ella tenía que escabullirse de Adam para entregarse al demonio, de lo contrario, él lo mataría y a ella se la llevaría con él.
Jamás supo por qué aquél demonio volvía siempre. Ya no era joven, ni hermosa. Pero volvía. Muchas veces se preguntó qué pecado estaba pagando. Pero sabía que ningún pecado era tan grande para merecer un castigo semejante. Sólo podía soportarlo. Por Adam, por su amor.
El batir de unas alas la hizo ponerse alerta. La piel se le puso de gallina y el corazón empezó a martillearle enloquecedoramente. Aquél sonido lo conocía muy bien; lo oía todas las noches de luna llena a media noche y todas las demás noches en sus pesadillas. Una sombra se perfiló en el cielo y el ser del infierno bajó a la azotea. Desde aquella vez que la violó no había vuelto a disfrazarse de humano, cosa que Natalie había deseado un millón de veces, con la esperanza de que su miembro fuera más pequeño, como la primera vez. Pero el demonio no veía necesidad de disfrazarse o se divertía de lo lindo torturándola.
Natalie no pensó que esa noche fuera a ser diferente, así que para terminar cuanto antes hizo por quitarse la bata.
—No —dijo el demonio. Su voz era áspera, la voz de alguien que no está acostumbrado a usarla. Y al menos con ella no la había usado mucho, hacía más de un año que no le decía nada.
—¿No? —Se sorprendió Natalie.
—Hoy hace nueve años que tomé tu virginidad —dijo el demonio—. Hoy hace siete años que te tomé por segunda vez, contra tú voluntad y después de haberte entregado por amor a otro hombre —no supo por qué, pero el miedo de Natalie empezó a hacerse más y más profundo, de tal guisa que podía sentir cómo se le enroscaba en las entrañas—. Desde entonces te he tomado cada noche de luna llena. Nada fue fortuito, todo fue planeado, he seguido los pasos con meticulosidad. ¡Esta noche engendraré un hijo!
Aquélla última oración fue como un mazazo. ¡Un hijo! No, no. Ella no podía quedar embarazada. No había quedado embarazada de Adam ¡No iba quedar embarazada de aquel demonio! No podía procrear un demonio. Así que todo el tiempo había sido eso. No la quería a ella. ¡Quería un hijo!
—Esta noche vienes conmigo —sentenció el demonio, que extendió una mano, invitándola.
—No —dijo Natalie. La voz le temblaba—. No dejaré que me toques. No seré madre de nada tuyo.
—¡Como si tuvieras opción! No la tienes. Nunca la tuviste.
El monstruo recorrió los metros que los separaban a una velocidad vertiginosa, hizo presa de Natalie y emprendió el vuelo. Natalie pataleó, aulló, chilló, golpeó, arañó, pero como era de esperar, sin resultado favorable. Ambos, demonio y humana, se convirtieron en una mancha negra en el cielo, que fue empequeñeciéndose hasta desaparecer en el horizonte.
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Editado: 26.05.2022