Historias de terror

Demonio de medianoche (II)

No soportando más la escena regresó a la cama hecho un manojo de nervios. Natalie entró a la habitación al cabo de un rato. Nerviosa, aterrada, sollozante, adolorida. Fue en ese momento que Adam supo que su esposa no hacía aquello por voluntad propia, la obligaban a hacerlo. Aun así, no tuvo valor para consolarla ni para preguntarle al respecto. Se mantuvo al margen. Y ahora se reprendía por ello. Pero no se había quedado de brazos cruzados. Investigó. Indagó. Buscó. Y había sacado conclusiones. Había sacado soluciones. Matarlo. Debía matar al demonio. Era lo que iba hacer esa noche, pero torpe de él, se quedó dormido y cuando subió a la azotea sólo fue para ver izada a su esposa y transportada quién sabe a qué averno.

Pero no se rendiría. Adam no era de los que se rendían a la primera. Un hijo, el maldito demonio había mencionado un hijo. De modo que no le haría daño, no más del acostumbrado. La mantendría con vida hasta que tuviera a su vástago. Tenía tiempo. Aún podía hallarla. En estas cavilaciones se encontraba Adam cuando una sombra cruzó su horizonte. Entre tantas adversidades un destello de buena suerte. Era el demonio y su esposa. ¡Maldito! Lo seguiría y lo mataría.

Salió de la ciudad sin perder la estela del raptor de su esposa. Más adelante la sombra descendió y se perdió entre un bosquecillo ondulante de colinas. Hasta allí llegaba su coche. Tenía que proseguir la búsqueda a pie. Bajó del auto decidido a encontrarlos. Tenía miedo, las rodillas le temblaban, los dientes le castañeaban y el corazón galopaba dentro de su pecho, pero su amor por Natalie era más fuerte que nada, más fuerte que el miedo, más fuerte que todo. Tomó la linterna modificada en una mano y la ballesta cargada con el virote curado en la otra. Los otros virotes se los guardó entre la camisa (no había previsto que tendría que salir de casa y no había improvisado nada a modo de aljaba). Se colgó el rosario al cuello, se roció las manos con agua bendita y empezó la búsqueda.

El bosque estaba en completo silencio, cosa por demás inquietante. Pero no era muy espeso y la luz de la luna llegaba hasta la cortina de hojas pardas y ocres que tapizaban el suelo. El único ruido era la respiración de Adam y el producido por las hojas al ser pisadas. No sabía dónde había sido llevada su esposa, ni siquiera si ya habían descendido o si seguían volando quién sabe a dónde. Lo único que tenía era una vaga idea de la dirección que tomaron. Lo único que podía hacer era seguir esa idea vaga.

Y fue esa idea vaga lo que lo hizo dar con una colina escarpada de gran pendiente, en cuya base se abría una caverna como boca de lobo. No tenía certeza de que su esposa estuviera recluida en ese sitio, pero la intuición le decía que ese era el lugar. Respiró hondo, se encomendó a Dios, y caminó sigiloso hacia allí.

De inmediato percibió que ese no era un lugar común. De la boca de la cueva salía como una vaharada hedionda. También flotaba una especie de atmosfera malsana, cargada de virulentas sensaciones y pesada como una losa. Adam continuó acercándose, cuidando de hacer el menor ruido, y con la ballesta cargada, lista para ser accionada.

En cuanto tuvo la boca de la cueva a un par de pasos empezó a oír ruidos. Ruidos como jadeos y sollozos. Y Adam ya no tuvo dudas de que ese era el sitio que buscaba. En fin, no había tenido que buscar demasiado. Entre tantas adversidades siempre se cuenta con una chispa de buena suerte.  

Se asomó con cautela a la cueva. Dentro todo era negrura. Y también de dentro proveían sollozos y jadeos, y de pronto, un grito desgarrador que rompió la noche, un grito que tenía un timbre de voz harto conocido por Adam. Ya no tuvo dudas, y sobreponiéndose al hondo terror que lo embargaba, penetró en la cueva, encendió la lámpara que emitió una luz violácea y que bañó parte de la inmensa caverna. Distinguió al demonio al instante, que chilló y se llevó una mano para protegerse los ojos cegados. Pero aún tuvo tiempo de dar una última embestida entre los muslos de su esposa, que chilló de dolor, y el demonio de placer.

Adam descargó la ballesta.

El virote dio en el pecho del monstruo, y Adam dio mil gracias por haber acertado. Había practicado un millar de veces, pues sabía que si no acertaba a la primera difícilmente tendría una segunda oportunidad. El demonio se bajó tambaleante de la cama de piedra, del sitio donde tenía clavado el dardo de la ballesta salía un humillo negro, entre siseos y hedores fétidos. Intentó coger el dardo con la mano y arrancárselo, pero sus dedos sisearon y de ellos brotó humo cuando lo tocó, no por nada eran virotes curados. Adam volvió a cargar la ballesta y disparó un segundo dardo. El chillido de dolor del monstruo le taladró los oídos. Pero sabía que su esposa había sufrido mucho más así que cargó una tercera vez la ballesta y accionó el percutor. El resultado fue un demonio agonizante, con tres dardos clavados muy adentro de su pecho.

Un grito de su esposa lo hizo volverse a ella. Natalie temblaba espantosamente y de sus piernas entreabiertas fluía sangre, mucha sangre. Adam corrió a su lado.

—¡Amor! ¡Ya estoy aquí! —Le dijo—. Se ha terminado. Todo se ha terminado.

Natalie no parecía haberlo escuchado. En cambio, seguía retorciéndose, gimiendo y gritando, y de entre sus muslos no dejaba de manar sangre. Adam estaba aterrado.

—¡Adam! —Susurró Natalie.

—Mi amor, estoy aquí —le tomó una mano.

—Adam…

—No te esfuerces amor. Te sacaré de aquí.




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