Harry lo empujó con cuidado hasta el balcón de la habitación. El chico estaba callado ese día. Hans no interrumpió sus cavilaciones. Su nieto tenía ya quince años, los había cumplido hace dos lunas, y los motivos de su mutismo a esa edad podían ser cientos. Bien que lo sabía Hans, que hacía mucho tiempo también había tenido quince años.
—Aquí está bien, hijo —dijo Hans, cuya voz era débil—. Anda, ve a ser lo que sea que ocupe tus pensamientos.
—¿Estarás bien, abuelo? —Replicó el muchacho.
—Lo estaré. Puedes tardarte lo que quieras.
—Estaré de vuelta para el almuerzo.
Hans asintió y Harry entró a la biblioteca y de allí salió al pasillo. Sus pasos resonaron fuertes y enérgicos en la piedra del piso. En esa casa cualquier cosa resonaba demasiado fuerte. Era una casa demasiado grande para dos personas. Además de que estaba encajada en la ladera de una montaña, y a veces daba la impresión de que la montaña repetía los ruidos que se producían dentro de esas paredes.
Harry no tardó en aparecer en el camino de roca unida con mortero que descendía hacia el pueblito, una milla abajo, junto al mar. Caminaba rápido, si Hans no lo conociera hubiera dicho que llevaba prisa.
Harry era la única compañía de Hans, quien contaba con nada menos que ochenta y un años de edad, tenía gota y no podía hacer prácticamente nada por iniciativa propia. No sabía siquiera por qué seguía aferrándose a la vida. Bueno, sí lo sabía, era un lector empedernido y un curioso innato. Su biblioteca contaba con más de diez mil volúmenes, una colección personal al alcance de muy pocos. Pasaba los días enteros leyendo, y cada cierto tiempo llegaban más libros. Cuando no estaba leyendo ni quejándose de su viejo y cansado cuerpo, se encontraba en el balcón de la biblioteca, a veces disfrutando de la brisa marina, y otras espiando el cielo y el horizonte con su telescopio, un artilugio que servía para ver a grandes distancias. Su antiguo catalejo había quedado abandonado en el desván.
Esa mañana estaba disfrutando de la brisa marina, sus manos huesudas y apergaminadas se apoyaban sobre la balaustrada. Sus agotados ojos pronto perdieron de vista a su nieto y, movido por la curiosidad, recurrió a su telescopio para seguirle la pista. Tardó en minuto en encontrarlo, y cuando lo halló vio que el muchacho no corría, sino que volaba.
«¡Vaya! Mi nieto con prisa. Quién lo diría», se sorprendió Hans. Pocas veces había visto a Harry con prisa. No tardó en descubrir el motivo de su prisa, y una sonrisa desdentada le recorrió la boca. «Quizá pronto no estemos tan solos en esta vasta casa». Su nieto se encontró con una chica, a la que abrazó y dio un casto beso en la boca. Reconoció a la muchacha como la hija de los Tod. Hacía dos años que Hans no bajaba al pueblo, pero no desconocía a la mayoría de la gente, y a menudo recibía visitas de los hijos de sus viejos amigos y sus familias; Hans era el último de los fundadores del pueblo. «Si no recuerdo mal es una buena chica —pensó—, y los Tod me son muy queridos. Ojalá aún esté aquí cuando sus risas alegren este sitio. Oír el llanto de un bebé creo que es pedir demasiado. Aunque quién sabe…»
En algún momento debió quedarse dormido. Lo despertó el chillido de una gaviota, que aventurera como ninguna, revoloteaba por encima de la casa. Hans trató de despabilarse frotándose los ojos. Últimamente eso de quedarse dormido le pasaba a menudo. «Lo próximo será que me cague encima», pensó con rencor. El restregar de ojos no lo despabiló, lo que lo hizo fue la silueta de un barco acercándose al pueblo.
«¡Es monstruoso!»
Era monstruoso no solo por su tamaño, sino también por su forma y color. Hans se puso a espiarlo por el telescopio más rápido de lo que se habría creído capaz. El barco era enorme, de madera negra y lustrosa, a popa tenía una cola que terminaba en púa y en la proa la figura de una sirena; una sirena monstruosa en todo caso, con dientes como sierra, garras y cola con aguijón. En los costados del barco, dos alas escamosas, pegadas al mascarón como un pollo con frío. Sólo que esa cosa parecía todo menos un pollo con frío. Aunque más bien parecía un ave rapaz sobre su presa. Al menos un centenar de remos, repartidos en tres hileras por costado, bogaban como ciempiés. Los tripulantes de la embarcación vestían de cuero y pieles, en tonos grises y negros, y ni uno solo tenía el cabello corto ni el rostro lampiño.
Hans, muy a su pesar, sufrió un escalofrío.
Allí sólo llegaba un barco por mes, a veces cada dos meses. El último barco había estado frente al pueblo hacía sólo tres días. De modo que Hans tuvo la certeza de que en las bodegas de aquella nave no iba el paquete de libros que tan encarecidamente había pedido tres días atrás. ¿Entonces qué hacía esa nave de aspecto ominoso allí, en el confín del mundo?
El barco echó ancla a unos trescientos metros de la orilla, los remos se escondieron al unísono y dos grupos de hombres empezaron a bajar dos botes, grandes y también de madera negra lustrosa. Seis hombres descendieron en cada bote y en uno de ellos, en el centro, iba una estatua. Hans supo que era una estatua sólo por su inmovilidad, por lo demás parecía una criatura de carne y hueso. Una criatura muy extraña, por cierto. La estatua representaba a una mujer mitad humana y mitad pez. Su color era verde musgo y Hans no tardó en asociarla a la imagen de la proa del barco. Quizá representaba al mismo ser, sino, un pariente no muy lejano. Tenía el cabello azul cielo, cintura fina y pechos escamosos. De cintura para abajo tenía una sola extremidad, cilíndrica y escamosa, aunque no se le veía en qué terminaba, por estar embutida en una especie de cubo, también parte de la estatua. Los brazos eran esbeltos y bien formados, rematados en dedos finos y gráciles. Su rostro era bellísimo, con motas esmeraldas salpicándole el rostro; quizá ella era la hermana linda y la de la proa la hermana fea. Con todo era una estatua que Hans no desearía tener en casa.
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Editado: 26.05.2022