Historias de terror

Habitantes del mar (II)

Harry regresó al medio día. Llegó a ver cómo estaba Hans y si se lo ofrecía algo, después se metió a la cocina y regresó al cabo de un rato con una humeante sopa de moluscos. A Hans se le hizo agua la saliva.

—Podrías poner una posada —dijo entre cucharada y cucharada. Harry comía frente a él, pero apenas hizo caso a su comentario—. Eres un excelente cocinero. Seguro la posada se llenaría todas las horas de comida.

—Eres muy amable, abuelo.

—Y tú estás muy pensativo —Harry lo miró de reojo y siguió comiendo—. Te vi con la hija de los Tod —dijo Hans al cabo de un rato—. Marisolita, si no recuerdo mal. Es una niña preciosa.

Harry se sonrojó.

—No creí que me espiaras.

—Soy un anciano que no tiene nada que hacer.

—Entonces supongo que viste el barco.

—Lo vi.

—¿Y no preguntarás al respecto?

—Tengo curiosidad, lo admito. Pero vi a los vecinos, mmm, desconcertados, no me pareció que supieran más de lo que yo pude apreciar. Aunque, pensándolo bien… Sí, las palabras que dijo uno de esos tipos, si eso no aclara el misterio nada lo hará.

—No hay misterio que aclarar, abuelo, y el tipo ese no dijo nada claro. Su hablar era tosco, con muchas “eres” y “eses”, se le entendió menos de la mitad, y esa mitad no aclaró nada.

—Pero algo debió decir.

—Desde luego. Pero como ya te dije, se le entendió muy poco.

—¿Se le entendió muy poco o tú tenías la mente en otra parte?

Harry rebulló inquieto.

—Dijo algo acerca de que era un regalo de su rey —dijo por fin Harry—. Que debía permanecer allí donde la colocaron, como muestra de nuestra simpatía hacia su rey.

—¿Su rey? ¿No el nuestro? —Pregunto Hans.

Harry se encogió de hombros.

—No tenían aspecto de ser de ningún lugar cercano, así que imagino que se trata de otro rey.

—¿Qué más dijeron?

Harry volvió a encogerse de hombros.

—Nada más, o al menos nada que se les entendiera. Por eso la confusión de la gente. No saben qué hacer: si dejar la estatua allí o esconderla o destruirla. Imaginad que esa estatua sea símbolo de vasallaje a otro reino, ¿qué medidas podría tomar su majestad? 

—Entiendo.

Pero la verdad es que Hans no entendía nada. De todas maneras, se dio cuenta que su nieto no sabía nada más. Sin duda Harry no había puesto la atención debida por estar embelesado viendo a su joven novia. Ya lo visitaría alguien del pueblo y le explicaría todo con claridad. Por lo demás, estaba de sobra preocuparse.

*****

Mediaba la tarde. Hans seguía leyendo en su biblioteca cuando Harry entró a la habitación a la carrera.

—Abuelo —dijo, jadeante—. Algo está ocurriendo en el pueblo.

—Así que tenemos un día fuera de lo común —contestó Hans. Pero vio temor en los ojos de su nieto y lamentó haber dicho algo—. Llévame al balcón.

—Estaba en la azotea —explicó el chico mientras lo empujaba—. De pronto vi que el agua de la playa tremolaba, como si algo se moviera bajo ella. De suerte había llevado tu viejo catalejo conmigo. Lo que vi… lo que vi… no lo vas creer, tendrás que verlo por ti mismo.

La voz de su nieto era de terror y alarma. Hans se encontró de pronto con la boca seca, contagiado del miedo de su nieto. Su lengua vieja y agrietada salió a humedecerle los labios. La sequedad cedió un poco, no así el miedo.

Harry lo llevó frente al telescopio, y Hans, reprimiendo los temblores que azotaban sus manos, lo tomó y empezó a espiar el poblado allá abajo. Su primera impresión no le aclaró nada. El agua ondulaba, y por doquier se veían grupitos de burbujas, como cuando te sumerges y dejas salir aire por la boca. ¿Qué podría ser?

—¿Los ves? —Preguntó Harry, ansioso.

—¿Qué se supone que tengo que ver? —Replicó el anciano—. Sólo veo ondas y burbujas.

—La orilla, abuelo, la orilla.

Hans movió una poca el telescopio. Se quedó inmóvil de asombro. En la playa cubierta de chinas, un centenar de criaturas horribles avanzaba al pueblo. Eran seres color verde musgo, con algas colgando de algunas partes de sus cuerpos. Sus cuerpos eran casi humanos, excepto por la piel escamosa en algunas partes y rugosa en otras. Tenían la boca ancha y carente de labios, de modo que sus dientes como sierra eran visibles; carecían de nariz y orejas propiamente dichas, aunque Hans distinguió agujeritos allí donde debían estar; los ojos eran como pelotas de golf, grandes y saltones. Los dedos de manos y pies rematados en garras estaban unidos por membranas traslucidas. Y en las manos llevaban espadas serradas, lanzas, redes y tridentes.

—¡Dios Santo! —Murmuró Hans— ¿Qué son esas cosas? ¿Y qué pretenden?

Su nieto estaba al lado de él, de pie, tembloroso y los puños apretados. No dijo nada.

Hans siguió espiando a las horribles criaturas. Pronto descubrió que pretendían. Un niño, que no tendría más allá de cinco años, incauto, no se apartó del camino de las criaturas, una de estas le lanzó la red y dos más lo atravesaron con sus lanzas. Hans se apartó del telescopio, espantado. Menos mal que el telescopio sólo permitía ver, sino el chillido del niño y, de la madre que corría hacia él, le habrían taladrado los oídos. Aquel acto desató un pandemónium allá abajo. Y el pueblo se convirtió en un escenario de muerte, caos y dolor.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.