Algo húmedo le tocaba la mejilla. Enrique sintió la misma humedad bajo las manos y los pies. Poco a poco fue abriendo los ojos, recuperando la conciencia, regresando de un estado de ensueño caótico. No recordaba nada del sueño. Durante un instante intentó recordar algo, pero eso fue antes de que se concentrara en la realidad.
Se despabiló de pronto, confuso y aterrado «¿Dónde estoy?» Estaba tendido en una capa húmeda de musgo y hojas muertas, le palpitaba la sien y sentía los músculos gruesos y cansados. A su alrededor, los árboles eran gigantes huesudos que se alzaban amenazadores en la oscuridad de la noche.
«Ahora lo recuerdo.»
Andaba de cacería con tres amigos. Habían visto un alce y siguieron sus huellas hasta el interior de aquel bosque húmedo y ominoso. Más tarde, cuando las huellas los hubieron guiado más de dos kilómetros bosque adentro, y se preparaban para regresar, lo vieron. Se habían sonreído en la oscuridad y se separaron para rodear la presa, procurando cortarle cualquier escape.
Después soltaron los perros, que se lanzaron como bestias ávidas de sangre en persecución del alce. El animal se echó a correr, e iba hacia donde se encontraba él. Enrique apuntó con la escopeta y disparó. Estaba seguro de haber acertado, pero el alce siguió corriendo, sin muestras de haber sido herido. Él se había echado a correr tras la presa. Sus amigos se burlarían de Enrique durante un mes por dejarlo escapar, y eso él no lo podía permitir.
Había corrido largo trecho, guiándose por los ladridos de los perros que iban delante, tras las ancas de la presa. Recordaba haber tropezado más de una vez, pero estaba imbuido en un estado de excitación extrema que, apenas caía volvía a ponerse de pie. En un momento dado los ladridos frenéticos de los perros se convirtieron en aullidos y chillidos de dolor, y la excitación de Enrique se convirtió en desazón y temor.
El llanto lastimero de los perros lo guio a un pequeño claro dominado por un amate cuya copa semejante a una sombría habría servido para cobijar a cientos de personas, pero no fue el amate lo que lo que había aterrado, por más que la superstición lo tachara de árbol de mal agüero (aunque tras ver aquella escena pensó que la superstición no andaba del todo desencaminada), no, lo que lo aterró fue ver al alce, a la luz de la luna llena, tirado con las vísceras de fuera. Dos perros más yacían no muy lejos de él, y una fiera enorme correteaba a los otros, que, aunque heridos y llorando, aún trataban de plantar cara.
Enrique casi se atraganta de horror: ¡era un lobo!, o al menos lo parecía, porque su tamaño era el de un buey.
El miedo sacudía el pecho de Enrique, y su corazón revoloteaba como un colibrí alrededor de una flor, pero recordó con orgullo que aún tuvo el coraje suficiente para apuntar con la escopeta y disparar. Ese había sido su error. El temblor de las manos lo había hecho errar el tiro, y la bestia se había fijado en él, con ojos amarillos y naranja. Y Enrique se había echado a correr.
Había corrido. Y ahora estaba allí. No recordaba nada más. Además del dolor en las sienes y cansancio no sentía nada más. Debía haber corrido muy rápido, porque todo indicaba que había escapado del monstruoso lobo. Un escalofrío le recorrió el cuerpo al recordar la imponente mole de la criatura. Sin embargo ¿Cómo había acabado allí? ¿El esfuerzo de la huida lo había hecho desmayarse? No estaba seguro. Lo importante es que estaba con vida, e ileso según parecía.
Empezó a ponerse de pie, tambaleante. Estaba muy débil, de eso no cabía duda. Cerró los ojos y apretó los dientes mientras se ayudaba del tronco de un árbol para levantarse. Lo consiguió tras un minuto de esfuerzo. «Al parecer no escapé del todo ileso», pensó con amargura. Tardó un minuto más en recuperar el resuello y a continuación empezó a pensar por dónde ir. Porque tenía que salir de allí. La estampa del monstruoso lobo no se alejaba de su mente, y sabía que hasta que no saliera de aquél bosque no estaría del todo a salvo.
«Mi escopeta —recordó de pronto—. Debo hallar mi escopeta. Y mi lámpara… sí, mi lámpara también».
Notaba la mente embotada, y le costaba pensar con claridad. «A lo mejor me golpeé mientras huía —pensó—. Sí, eso debió ser. Caí, me golpeé la cabeza y perdí el conocimiento».
Empezó a escudriñar alrededor en búsqueda de la escopeta y la lámpara. Una suave brisa mecía los árboles, haciendo que parecieran monstruos preparándose para abalanzarse sobre él. Nunca se puede tener más miedo que cuando tu mente también juega en tu contra. Y eso Enrique lo sabía muy bien. Pero Enrique se encontraba solo en aquél sitio, rodeado de árboles ominosos, el suelo estaba tapizado de hojas húmedas y mohosas con hedor a podredumbre y una gruesa nube cubría la luna; haciendo imposible que la mente dejara de asociar casi todo a ideas aciagas. Enrique comprendió que tenía que salir de allí o terminaría sucumbiendo al miedo.
«¡Mis amigos!» ¿Qué habría sido de ellos? ¿Estarían buscándolo o se habrían marchado, o peor aún, habrían sucumbido ante aquella bestia que lo había hecho correr aterrado? No tenía idea de qué había sido de ellos. Pero quizá debería buscarlos. Sí, eso debía hacer. Echó un último vistazo a su alrededor, procurando no fijarse en las sombras amenazadoras que lo rodeaban, y al no hallar rastro ni de su lámpara ni de la escopeta, echó a caminar.
Pero su andar era torpe, y tropezó tres pasos después, trastrabilló y mantuvo el equilibrio a duras penas. Sentía su cuerpo aletargado, como pesado, como demasiado grande para él. Sacudió la cabeza, molesto, pero sólo consiguió que las sienes le palpitaran más. Hizo acopios de sí mismo y continuó caminado, dando pasos lentos pero seguros. Estaba oscuro, pero aún se colaba algo de luz a través de la gruesa nube que cubría la luna, y eso permitía que Enrique mirara su camino sin ningún problema. Momentos después su cuerpo respondía mejor y él podía avanzar con mayor soltura.
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Editado: 26.05.2022