Historias de terror

Temor a las sombras (I)

Ignacio llamó a la puerta de la casa con la cotidianidad de siempre. Unos momentos después oyó suaves pisadas y la puerta se abrió en seguida tras un ligero clic.

—Buenas tardes, señora —saludó.

—Usted debe ser el electricista —dijo a su vez la señora—. Pero pase.

Abrió un poco más la puerta para que entrara Ignacio.

Una vez dentro de la casa lo primero en lo que Ignacio pensó fue en: ¿Para qué rayos me quiere esta vieja? Camino hacia allí había pensado que quizá tuviera que cambiar unos cables quemados, reponer algunas bombillas, hacer una nueva instalación… En todo caso había esperado encontrar menos luz, pero todo lo contrario, la casa resplandecía con brillante blancura. En el techo había bombillas y en los rincones lámparas, y en las escaleras pequeñas bombillas que la iluminaban como un paseo. A juzgar por la claridad que se desprendía de arriba y de las otras habitaciones, toda la casa estaba excesivamente iluminada.

«¿Cuánto pagará de luz esta vieja?», se encontró preguntándose Ignacio. Aunque por el lujo de la casa, era fácil imaginar que no le suponía ningún esfuerzo.

—Espero no le moleste la luz —dijo la vieja, frotándose las manos con nerviosismo.

La vieja era alta, algo encorvada y de cabello color ceniza, tenía la piel un tanto arrugada, aunque no demasiado. Viéndola bien, quizá no fuera tan vieja como parecía. Puede que incluso fuera más joven que Ignacio. Aunque ser más joven que Ignacio era un logro al alcance de muchos.

—No —dijo Ignacio—, no me molesta. Pero sí me sorprendió.

—Es una manía mía —señaló la vieja, mirando con nerviosismo a los lados—, entre más iluminada la casa, más vida.

—Con razón siento que muero, en casa apenas se alumbra la mesa para comer.

La vieja soltó una risilla.

—Cuando quiere es ocurrente, señor Ignacio.

Ignacio no supo qué responder a eso.

—Pues bien, dígame para qué soy bueno.

—Quiero cambiar unas luces. Algunas brillan menos que cuando nuevas y quiero reponerlas —Ignacio la miró—. Ya le dije, manías mías. Además, le mostraré algunos lugares donde quiero poner unas luces más. Usted me dará un presupuesto y hará el trabajo.

«Bueno —pensó Ignacio, encogiéndose mentalmente de hombros—. Ningún trabajo está exento de rarezas».

—Estoy a sus órdenes señora… —Ignacio dejó la frase en el aire.

—Angelique. Mi nombre es Angelique —dijo la vieja y extendió una débil mano para saludar.

«Tiene un nombre precioso…», pensaba Ignacio cuando recordó algo.

—¿Angelique? ¿Angelique Suarez?

—Viuda de Suarez —replicó la señora, visiblemente incómoda.

—Perdone, olvidaba que su marido había muerto —Y para romper el ambiente incómodo—: Y bien, dónde empiezo a trabajar.

El resto del día Ignacio lo pasó sumido en sus labores. Se sorprendió mucho al ver las luces que Angelique le hizo cambiar: eran lámparas y bombillas sin mácula, a las que Ignacio no vio defecto alguno, pero que cambió y tiró por orden de su nerviosa patrona. Hacia medio día fue a comprar cableado y más lámparas para poner allí donde la señora le indicaba: en las paredes, en las esquinas del techo, bajo las escaleras, y cualquier recoveco que creyera que no estaba lo suficiente alumbrado.

Tardó dos días en poner todo, y recibió la paga de un mes de trabajo. Ignacio estaba que no se creía su buena estrella.

—Su trabajo ayudará a mi descanso —dijo la señora cuando le entregaba el fajo de varios billetes—. Le llamaré en cuanto las primeras luces empiecen a fallar.

—Estoy a sus órdenes, doña Angelique.

Pero por supuesto, no todo eran maravillas. Aunque feliz por la paga, Ignacio no deseaba volver a ser llamado nunca más por la vieja Angelique. Había muchas cosas extrañas alrededor de la señora, cosas con las que Ignacio no quería estar ni mínimamente relacionado. Porque Ignacio sabía que la anciana de pelo blanco y manos nerviosas era la misma mujer que solo tres años atrás se paseaba muy feliz del brazo del gallardo Efraín Suarez. Solo que la Angelique de hacía tres años era una mujer orgullosa, altiva, segura de sí misma y de una belleza cautivadora. Sí, la Angelique de hacía tres años no tendría más que unos treinta y pocos años y era la envidia de muchas y el sueño de otros. ¿Qué podría haberle ocurrido para que de golpe envejeciera tanto?

¿El dolor por la muerte de su marido? Quizá. ¿Pero a tal extremo que envejeciera veinte años? ¿Alguna extraña enfermedad? Era probable. ¿Algo…? No. Ignacio no era de los que pensaran en cosas sobrenaturales.

También sabía que Angelique se había casado dos veces antes de unirse en matrimonio con Efraín Suarez. En total tres maridos. Dos habían desaparecido sin dejar rastro; de Efraín sólo se encontraron las piernas en el sótano de la casa. Angelique había sido acusada formalmente por la familia del fallecido, pero no se encontraron pruebas de su culpabilidad y había sido exonerada. Aunque nadie pudo explicar la presencia de los restos de Efraín en el sótano sin implicación de la esposa. Se supone que hubo mucho dinero de por medio. Desde entonces circulaban muchos rumores, a cual más extravagante que el anterior, alrededor de la susodicha.




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