Historias de terror

Temor a las sombras (II)

—De acuerdo, vendré mañana a primera hora.

—¡No! —El grito de la vieja sobresaltó a Ignacio—. Me refiero a que tiene que ser hoy. Qué tal si esos focos que parpadean se arruinan durante la noche. No podría soportarlo. Ellas me atraparían.

—¿Ellas? —De nuevo él y sus preguntas. Se reprendió por estúpido.

—Sí, ellas, las sombras. Me acechan todo el tiempo. Durante la noche rodean la casa y solo esperan el mínimo resquicio de oscuridad para entrar y abalanzarse sobre mí. —Mientras Angelique hablaba no dejaba su frotar de manos ni sus miradas nerviosas a los lados. Ignacio comprendió que no eran nervios, era miedo, terror puro y absoluto. La vieja Angelique estaba totalmente aterrada.

—Pero se hace tarde —remoloneó—. Mañana sería tan buen día como hoy.

—Le pagaré el doble que la última vez, pero por favor, ayúdeme.

Era lo que Ignacio esperaba oír, sin embargo, sintió que se estaba aprovechando de la anciana cuando aceptó.

—Regresaré enseguida —prometió—. Voy por mi caja de herramientas.

—No se preocupe por eso. Yo cuento con todo lo necesario en un armario. Nunca se sabe.

—Bien, entonces vamos a revisar el problema.

El sol era un disco naranja en el horizonte occidental cuando entraron a la casa. La noche pronto caería. Quizá por ello los arbustos del mal cuidado jardín de Angelique proyectaban sombras negras. Demasiado oscuras a opinión de Ignacio. Mejor las ignoró.

La vieja Angelique tenía razón, había varias bombillas rotas, y, a intervalos irregulares, algunas otras parpadeaban, como apagándose y encendiendo de nuevo, casi como si lo hicieran con intención. Ignacio sintió que algunos pelillos se le erizaban.

—¿Ya vio el problema?

Ignacio asintió.

—¿También tiene focos de reemplazo?

—Los compré hace algunos días. Están con el resto de herramientas.

Era cierto. Angelique tenía todas las herramientas que un electricista puede necesitar en un armario y una colección impresionante de bombillas de la mejor factura. Ignacio, ni lerdo ni perezoso se puso a trabajar. Con suerte conseguiría terminar en un par de horas; sin ella: a media noche.

Angelique no se apartó en ningún momento de su lado. Si él daba un pasito, ella también; si él iba a otra habitación, ella lo seguía; si él iba a por más bombillas, Angelique le ayudaba con una. Semejante situación empezó por poner nervioso a Ignacio. ¿Por qué no se iba echar a dormir y lo dejaba hacer su trabajo? ¿O es que creía que las bombillas se habían dañado por negligencia de él? Más le valía que no dudara de sus habilidades. Añadido a la actitud de la señora de la casa, las parpadeantes bombillas lo inquietaban, y por momentos Ignacio deseó no haber aceptado el trabajo. Pero luego recordaba que necesitaba el dinero y seguía trabajando.

—Es usted una persona muy educada o poco curiosa —dijo después de un buen rato Angelique.

—¿Por qué lo dice? —Preguntó Ignacio sin dejar de trabajar.

—Usted me conoce, o me conoció, no obstante, no ha preguntado nada al respecto. Tampoco pregunta por mi manía con las luces ni por qué no lo he dejado solo ni un segundo.

—Respecto a lo primero, supongo que ha de ser víctima de alguna atroz enfermedad, no necesito saber nada más. Y respecto a lo demás, esta es su casa, puede hacer lo que quiera. —«Además de que no quiero siquiera charlar con usted.»

—Ojalá fuera solo una enfermedad —al parecer las palabras sin cortesía de Ignacio no sirvieron para hacerla callar—. Si así fuera, con gusto me tumbaría en una cama y esperaría mi final con alegría. Pero no es ninguna enfermedad, señor. Cuanto daría por que lo fuera.

»Sé que no creerá lo que le voy a decir, es más, me considerará usted loca, más de lo que me considera ya. Quizá oyendo comprenda mi manía por mantener iluminada toda la casa.

«No lo creo», pensó Ignacio.

—Mi vida ha estado marcada por la fatalidad —continuó la anciana—. El precio de mi vida lo pagó mi madre con la suya. Más tarde murieron todos aquellos seres a los que yo más quería. Como era tierna de edad, los primeros fueron mis mascotas adoradas. Entonces le dije a mi padre que ya no me comprara ningún animal. El que murió poco después fue él —hasta esta parte Angelique había hablado con voz átona, pero al hablar de su padre la voz se le quebró, y aunque Ignacio no la veía por estar concentrado en su trabajo, habría jurado que la mujer temblaba todavía más—. Fue la primera vez que ellas vinieron.

Algo en la voz de Angelique hizo que Ignacio volviera la vista y preguntara:

—¿Ellas?

—Las sombras. Son como pequeños demonios sin forma. Esa vez se ocultaron en los sitios oscuros y saltaron sobre mi padre. Fue horrible. Lo devoraron. No dejaron de él ni la ropa. Aún tengo pesadillas por eso. Me recogió una tía, gruñona a más no poder, y creo que por eso sigue viva; los entes que me torturan han de pensar que me hacen sufrir más dejándola vivir que desapareciéndola.

»Entonces ya contaba yo con trece años, y aunque no era muy guapa tuve un novio que me adoraba y yo a él. Fue la siguiente víctima de ellas. Con mi segundo novio ocurrió lo mismo y decidí no volver a enredarme con el amor. Pero pasaron tres años y no ocurría nada. Entonces apareció un muchacho algunos años mayor que yo. Nos enamoramos y nos casamos poco después. Viví tres años muy felices a su lado. Hasta que desapareció sin más.




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