Historias de terror

La casa de Emma (I)

El calesín traqueteaba y se deslizaba ora a un lado, ora al otro. Camila, la tranquila yegua castaña que tiraba de él, resoplaba jadeante, hundiendo los cascos en el enlodado camino con leves chop, chop, a la vez que agitaba las crines para deshacerse de parte de la lluvia. Henry iba sentado en el pescante, envuelto en una capa de lana marrón, vieja y hedionda debido a las muchas veces que se había mojado sin llegar a secarse después. El frío le atería hasta los huesos, y el viento cortaba como cristales filosos. Se juró por enésima vez que en cuanto regresara a la ciudad renunciaría a su empleo, sin importar que después tuviera que mendigar para sobrevivir; cualquier cosa era mejor a viajar solo y con aquel maldito clima.

El viento silbaba a su alrededor casi como si tuviera vida, hamaqueaba el calesín y le levantaba las ropas para rasgarle la piel con dientes filosos. Sobre él y Camila la lluvia caía implacable; goterones tan fuertes que habrían mareado a un niño. Todo en derredor brillaba continuamente en una sucesión aterradora de rayos; pero más aterradores eran los truenos que retumbaban como si ocurrieran dentro de los oídos. En un momento un rayo cayó especialmente cerca de ellos y Camila se encabritó. Por un momento a Henry se le fue el frío por temor a que la yegua lo tirara.

—¡Ey! —Gritó, y su voz sonó rasposa y fuera de lugar— ¡Tranquila, querida!

Camila se tranquilizó tras varias palabras suaves y Henry volvió a arrebujarse en su capa, tiritando de frío, maldiciendo aquel maldito clima y el camino angosto y fangoso.

De pronto, tras doblar una curva, vio unas luces. El corazón le palpitó de contento. Luces significaban una casa, y él aún tenía unas monedas en la bolsa como para convencer al propietario que los dejara quedarse, aunque fuera en el corredor.

—Mira Camila, luces, fuego, hogar, calor, comida…

La yegua no necesitó más. Ella también vio las luces y sabía lo que significaban, de modo que apretó el paso. Aunque quizá también fuera por los aullidos de los lobos que de pronto empezaron a oír. Henry sufrió un escalofrío, y este no fue de frío, y habló a Camila para que apresurara el paso.

Llegaron a la casa poco después de un kilómetro. Era una casa grande, de dos plantas, con un corredor pequeño que era azotado por la lluvia.

—Tendremos que convencerlos que nos dejen entrar —dijo a Camila— pues no creo que el corredor nos ofrezca mucho refugio.

La yegua sacudió las crines como respuesta.

Henry bajó del pescante con un leve salto, las piernas le dolieron cuando sus pies chocaron contra el suelo. Soltó un gruñido y caminó a trompicones hacia la puerta. Golpeó la aldaba tres veces y esperó. Como no hubo respuesta volvió a llamar, esta vez con más fuerza. Poco después oyó pasos acercarse y una ventanilla de la puerta se abrió.

—¿Quién? —preguntó una voz femenina, a la vez que un rostro hermoso y pálido se asomaba.

—Un viajero a quien la noche y la tormenta sorprendieron en mal lugar.

—¿Y qué deseas?

La luz que provenía de detrás solo perfilaba el rostro de la mujer, así como a su cabello rizado y rojizo, pero Henry supo que estaba ante la dueña de la casa, una mujer de cuarenta, hermosa todavía.

—Que me cedáis un rincón de vuestra casa para pasar la noche —la mujer torció el gesto—. Tengo dinero para pagaros —se apresuró a añadir Henry.

—No necesitamos vuestro dinero —dijo, con el gesto agrio—. Y tampoco podemos alojaros. Continuad vuestro camino. El pueblo está a menos de tres kilómetros.

—Tres kilómetros con este clima serán como trescientos —dijo Henry, tratando de apelar a la bondad de la mujer—. Por favor, cededme un trozo de vuestro piso por una noche.

—Antes acostumbraba alojar a todo viajero —dijo la mujer—. Hasta que llegó uno que marcó mi vida de forma significativa. Ya no confío en los viajeros. ¿Quién me asegura que no eres un ladrón o algo peor?

—Los ladrones o algo peor no estarían pidiendo permiso para pasar ni ofrecerían dinero a cambio de un trozo de suelo.

La mujer se lo pensó un momento. Henry comprendió que había dado en el clavo.

La mujer iba a decir algo, pero una voz grave y melodiosa se le adelantó.

—El caballero tiene razón, cariño —un hombre alto, delgado y de una palidez excesiva apareció detrás. Henry dio un paso atrás, había algo en ese hombre que lo asustaba; quizá era los ojos, que parecían negros y al instante siguiente refulgían como ascuas ardientes. El hombre abrazó a la mujer por detrás y la besó en la mejilla. La mujer rebulló, nada a gusto—. Es cierto que tiene aspecto andrajoso, pero es solo por las inclemencias del clima. Anda, complace a tú marido y hazlo pasar, tomaré algo caliente con él —deshizo el abrazo y regresó por donde había llegado.

La mujer lo vio alejarse con mirada compungida, soltó un resoplido resignado, y se volvió hacia Henry.

—Habría sido mejor que ni se acercara a esta casa —dijo. Cerró la ventanilla y corrió los cerrojos de la puerta—. Ahora ya es tarde. Pase.

Media hora después Henry se encontraba sentado a la mesa de la cocina, sostenía en una mano su segunda taza de chocolate (jamás el chocolate le había sabido tan sabroso) y miraba con complacencia el danzar de las llamas del fogón, dejando que su calor lo envolviera. Camila estaba en los establos, comiendo y sin ninguna duda también calentita; aunque, cosa extraña, había coceado y relinchado negándose a entrar, pero unas palabras fuertes y enérgicas de Henry habían bastado.




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