Historias de terror

El terror del pueblo (II)

—Fue un accidente —dije, apaciguador—. Además, es solo un perro.

El perro se había quedado de pie, mirándonos. Era un perro negro como la noche, de regular tamaño, no tenía collar, y una cicatriz muy fea le empezaba en la frente, pasaba sobre su ojo derecho y moría en la punta de la nariz. Ese ojo tenía un color gris, sin vida. Sin embargo, me dio la impresión que me observaba más con ese ojo que con el sano.

—Por supuesto que fue un accidente —dijo Christian, airado—. Sería estúpido creer que el perro lo hizo adrede. Shu, perro, vete si no quieres que te mate. —El perro no se movió. Con una patada como la que le asestaron en las costillas yo estaría retorciéndome en el piso.

El perro no se movió, pero nosotros sí. Christian pidió una cerveza en la refresquería, cosa que no me gustó para nada, de modo que yo pedí un refresco. Si bueno era insoportable, ebrio lo era aún más, esperaba que no pasara de una cerveza. Que se metiera en problemas con gente de ese lugar, todos de aspecto hosco y taciturno, era una idea para nada agradable.

Sin embargo, lo hizo. No directamente, pero lo hizo. El muy tarado se puso a hablar muy mal de los habitantes de lugares pequeños como aquel.

—Son todos unos analfabetos —dijo en un momento dado—. Míralos —hizo un ademán que abarcó a todos los del lugar—. Todos sucios, andrajosos, y tan prepotentes como solo un ignorante puede serlo. Si no me crees toma como ejemplo a esos desharrapados del taller, mira que oponerse a mí, cuando tendrían que haber inclinado el cogote a la vez que decían “sí señor” “como guste, señor…”

Yo estaba muy nervioso. Noté las miradas hoscas de los pueblerinos. Unos comían sándwiches, o una hamburguesa, tomaban un refresco o una cerveza. Algunos fingían no oír al ebrio que desde la barra lanzaba imprecaciones, pero había otros que nos miraban con francos gestos iracundos.

La empleada del lugar, una muchacha con espinillas, pero con lindos bucles de cabello negro, me hizo señas para que me acercara a ella.

—Supongo que solo están de paso —comentó. Yo asentí—. Será mejor que se lleve a su amigo y salgan del pueblo cuánto antes; sobretodo antes del anochecer.

—¿Por qué? —pregunté en voz baja igual que ella—. ¿Cree que alguno de los comensales nos vaya a pedir cuentas de lo que está diciendo mi amigo?

—¿Ellos? —la mujer dudó—. Es posible, pero no lo creo. Ellos están sanos y su amigo algo ebrio, así que no creo que le tachen algo. Pero a lo que me refiero es a algo más, a algo a lo que la mayoría ha empezado a llamar “El Terror del Pueblo.”

—¿El Terror del Pueblo? —repetí como idiota.

—Sí. Se rumorea que es un monstruo, negro y de ojos de fuego, con fauces tan fuertes como una trampa para oso. Muchos han muerto de formas horrible entre sus garras. Hoy día nadie se atreve a salir de noche por aquí, Y eso es algo que algunos foráneos como ustedes deben tener en cuenta.

—No creo que haya un monstruo —dije—. Pero dado todo lo que ha dicho mí amigo no me sorprendería que nos hicieran desaparecer y le echaran la culpa a un monstruo inexistente.

La mujer me miró con aire indignado y se fue a atender una mesa en la que la estaban llamando.

Era hora de marcharnos. No sin esfuerzo logré sacar a Christian de allí. Un escalofrío me sobrecogió cuando salimos a la calle. El sol ya se había ocultado y solo unos dedos rojos que rozaban las panzas de las nubes evidenciaban que no había sido hace mucho. Me encaminé hacia al taller, llevando a mi amigo de los hombros. Sólo deseaba que la camioneta estuviera lista y no nos pusieran más objeciones. De pronto tenía miedo y la advertencia de la chica me parecía muy acertada.

Cuando llegamos al taller el mecánico estaba terminando de atornillar las tuercas de la llanta de repuesto.

—¿Todavía no ha terminado? —dijo Christian.

—En realidad ya casi terminó —intervine yo. Demasiadas miradas iracundas había ganado Christian ya. No conviene ser desagradable en ningún sitio, menos en uno como aquel.

En una esquina del predio en el que estaba el taller, vi al mismo perro de la tarde mirarnos con solemnidad, luego se marchó por un callejón. De alguna manera la mirada de ese perro hizo que sintiera muchos deseos de salir de ese pueblo.

—Pero no ha terminado —continuó Christian, insoportable—. Y sin duda mi padre me echará la culpa de este retraso.

—Ya terminé —dijo el mecánico.

Nos cobró con gesto ceñudo y yo tuve que reñir un rato a Christian para que le pagara, aunque se hubiese tardado en cambiar la llanta, y otro rato para que la hiciera de copiloto y no de piloto; lo que menos falta nos hacía era que fuera a estamparnos contra una pared de ese pueblo.

Arranqué la camioneta y salí de retroceso. Cuando eso ya había anochecido y el pueblo tenía un aspecto lúgubre y lastimoso, más con las escasas lámparas de luz mortecina que había diseminadas a lo largo de la calzada principal. Sentía nostalgia por algún lugar acogedor.

Enfilé hacia la salida del pueblo, sin pisar el acelerador. Las casas pasaban a nuestro lado como fantasmas borrosos y no me sorprendí al no encontrar ningún transeúnte a pesar de lo temprana de la hora. «El Terror del Pueblo», me repetí. Quizá no había ningún monstruo, pero era evidente que el pueblo tenía miedo de algo.




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