¿Pérdida? ¿Qué pérdida? No tardaría en averiguarlo. Mi madre, mi adorada madre, el ser que más quería en la vida, murió en un accidente automovilístico esa misma tarde. Creí que me volvería loca, no solo de dolor sino también de terror. ¡Era por mi madre el pésame de la tarjeta! ¿Por quién más si no?
Ojalá lograran imaginar el torbellino de sentimientos y emociones que se entreveraban en mi interior. Dolor por la pérdida de un ser tan querido, miedo de aquel payaso malévolo que me había dado el pésame antes del incidente, lo que era un claro indicio de que el payaso era real, muy real… A partir de ese día la perspectiva de volver a encontrarme con el maldito payaso me aterraba hasta límites indecibles.
Como era ya una costumbre, una vez transcurrido el día de mi cumpleaños, el payaso dejó de aparecerse en mis sueños. Remitieron las fiebres, la pesadumbre sin explicación desapareció sin más y me quedé solo con el dolor por la pérdida de mi madre. Transcurridas varias semanas, el dolor y la soledad por la ausencia de mi madre también empezó a remitir, y, aunque no al cien, volví a ser una chica normal.
Pero el tiempo transcurre; los días se hacen semanas, las semanas meses, e irremediablemente doce meses hacen un año. Llegaron los días previos a mi siguiente cumpleaños, ni siquiera mi padre hizo mención de esa fecha, pero yo sabía lo que significaba, y el maldito payaso empezó a torturarme en mis sueños de nuevo. Eran sueños tan vívidos que juraría que eran reales, o al menos algunos retazos de ellos.
Después de aquella noche en la que me dejó la tarjeta de mis quince no creí que hubiera manera de torturarme aún más. Pero la había, y lo hizo, y es por ello que hoy estoy en cama, aterrada, incapaz de abandonar mi habitación, esperando el trágico momento en el que deje este mundo. Porque verán, la noche previa a mi cumpleaños número dieciséis, el muy bastardo me dejó otra nota:
Feliz cumpleaños, Katherine.
Lamento decirte que este será tú último cumpleaños.
¡Horror! ¡Era un anuncio de mi propia muerte! Porque en ningún momento dudé de la veracidad de lo escrito en la tarjeta, no después de lo de mi madre. A partir de ese momento me volví una paranoica al completo. No sabía cómo moriría, en qué momento, ni qué día. Lo único que tenía claro era que no pasaba de ese año. No era una idea en absoluto alentadora. Todos sabemos que vamos a morir, pero estoy segura que a nadie se lo anunciaron como lo hicieron conmigo.
Otra persona quizá hubiera reaccionado con estoica resignación, pero no yo. Yo quería vivir, tenía planes, quería ir a la universidad, graduarme, tener un empleo, casarme, tener dos preciosos hijos, una casa, un auto… tantas y tantas metas y sueños. No es de sorprender que casi me volviera loca con aquella nota.
Durante un tiempo me negué a salir de mi habitación. No se lo dije a nadie por temor a que me considerasen chalada de la mente, pero empecé a buscar pretextos para quedarme encerrada en mi cuarto. Pero tras un mes los pretextos se me acabaron y mi padre terminó convenciéndome a salir de nuevo. Cuando salí lo hice con gran cuidado y sigilo. Miraba cada escalón que pisaba, me aseguraba que ningún niño viniera en su bicicleta cuando salía a la acera y vigilaba bien las calles para cruzar al otro lado.
Todo eso hice y más. Aun así, había cosas que yo no podía controlar. No podía controlar el bus que me llevaba a la escuela, ni los miles de coches que nos encontrábamos en el camino. No podía controlar a los chicos de la escuela con sus patinetas ni sus balones de juego; no podía controlar el cableado eléctrico, que muchas veces sentía me electrocutaría; no podía controlar los vientos, ni las tormentas, ni los rayos que muchas veces hendían la noche… en fin, eran tantas cosas que no podía controlar. Sin embargo, llegué a creer que si era cuidadosa con todo podía sobrevivir, y sabía que si llegaba vivita y coleando a mi siguiente cumpleaños, lo de las notas no sería más que una cruel broma, lo de mi madre una casualidad, y podría librarme del maldito payaso.
Pasó el tiempo, y en lugar de relegar la nota a un recoveco de mi mente, cada vez la tenía más presente. Entonces fue cuando volvió al payaso. Todas las noches lo soñaba, y con cada sueño empezó a succionarme la vida. Lo soñaba con su cabello de colores, con sus labios y nariz roja, con sus horribles zapatos, con su chaleco de color chillón. Todas las noches me aterrorizaba de una manera diferente. Me echaba ratas, gusanos, serpientes, murciélagos, a veces era él quien se transformaba en algún ser de pesadilla. Pero las más de las veces solo se quedaba de pie, mirándome con una enorme sonrisa roja en la boca, no me dejaba dormir, durante el día no tenía apetito, y a aquel ritmo no tardé en caer enferma de verdad.
Ahora sé por qué no viviré otro cumpleaños, no es que me fuera a acaecer algo trágico como a mi madre, no, a mí es el maldito payaso quien va a matarme. Ya lo está logrando. Ahora estoy aquí en mi habitación, envuelta en sábanas para paliar el frío, tratando de escribir estas líneas. Estoy delgada, famélica y los doctores no hallan la forma de sacarme de este estado. Aún no les digo lo que de verdad ocurre, ¿para qué? Sé que no serviría de nada.
Bueno, dejaré de escribir, me duele la mano y estoy agotada. Mañana es mi cumpleaños número diecisiete. Estoy débil y demacrada, pero estoy satisfecha, ya le soporté bastante a ese maldito payaso. Quién sabe, quizá hasta esté viva el día de mañana. Bueno, me iré a acostar…
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Editado: 26.05.2022