Se sobrepuso a la sorpresa, y, pecho a tierra, asomó la cabeza para ver a los raptores de su ciervo. «¡Dios Santo!» Se mantuvo impávido, merced a un gran esfuerzo. En medio del círculo de colinas, en torno al ciervo muerto por él, había tres figuras semihumanas de aspecto repugnante. O eso fue lo que José pensó en primera instancia. Pero tras observar con más detenimiento vio que no eran más que humanos. Tenían las cabelleras largas y enredadas como alambre, igual que las barbas, largas y desaliñadas; los cabellos de uno eran negros, los de otro oro y castaños los del tercero. Vestían únicamente calzones de piel, y sus cuerpos eran fibrosos y nervudos. ¿Qué hacían tres humanos de aspecto tan zarrapastroso en aquel sitio?
Los tres hombres discutían o charlaban (era difícil saberlo), a la vez que con cuchillos de piedra quitaban la piel al ciervo. Tras escuchar con mayor atención José logró captar algunas palabras sueltas, pero sin ubicarlas en una frase. Comprendió que sus voces no eran semihumanas, sino solo que estaban en desuso. José no sintió ira porque le hubieran robado su presa, sino más bien lástima. No sabía quiénes eran esos tipos. Quizá unos locos, o algunos imbéciles que se metieron a explorar aquel bosque sin lograr salir nunca.
Casi vomita cuando el del pelo castaño arrancó una tira de carne y se la metió a la boca, cruda. La masticó con evidente deleite y recibió un sopapo de uno de sus compañeros por interrumpir la tarea. El castaño respondió con un puñetazo y en un abrir y cerrar de ojos estaban enzarzados en una pelea, en la que el tipo libre reía con placer. José decidió que era mejor irse de ese sitio, quizá incluso del bosque. No le apetecía pasar la noche en un sitio en el que también estuvieran aquellos hombres, si es que lo eran.
Empezó a retroceder. Pero entonces recordó las huellas que había seguido. De modo que se arrastró a la cima de nuevo, y espió los pies. Eran pies sucios, callosos y duros, pero en ningún momento los confundió con las huellas que lo habían guiado hasta allí. Entonces, ¿es que no eran esos los que habían raptado el ciervo en primer lugar? ¿Acaso había otros tres? Por una vez hizo caso a su razón y decidió alejarse de aquel claro lo antes posible.
Inició el descenso, pero resbaló, rodó y chocó contra una roca. A pesar de un ímprobo esfuerzo, soltó un gemido. Le dolían las costillas, allí donde se golpeó con la piedra. Al otro lado de la colina el ruido de la pelea cesó y José oyó pasos que se acercaban. Se sobrepuso al fuerte dolor y logró ponerse de pie, aterrado sin saber bien por qué. Recuperó la escopeta que había soltado en su descenso y corrió ladera abajo.
Más que ver intuyó el momento en que uno de los tipos desgreñados coronaba la colina. José sintió terror puro y temió que en cualquier momento algo saltaría sobre su espalda desprotegida. Fue por eso que mejor se volvió, escopeta en ristre, con las manos más temblorosas de lo que jamás había creído. A un lado del bloque de piedra estaba el tipo de cabellos castaños. Al oeste, el sol se ocultaba por completo. José vio una línea de sangre en la comisura de la boca del sujeto, pero no sabía si provenía de un golpe o de la carne del venado.
El tipo sonrió, y fue la sonrisa más grotesca que en su vida había visto. José sintió que se le helaba la sangre e intuyó el peligro y gritó:
—¡No te muevas! —al tiempo que apuntaba con la escopeta.
El sujeto dio un paso al frente, dejando atrás la roca de vetustos jeroglíficos. Fue como una ilusión. Una ilusión aterradora. Un segundo era un hombre harapiento y al siguiente un monstruo surgido de alguna historia de terror. Su cabeza era de lobo, de un lobo castaño, con orejas puntiagudas y con hocico lleno de filosos dientes. Su cuerpo era de cintura estrecha y tórax amplio, cubierto de un bello espeso igualmente castaño. Sus brazos eran largos, y se adivinaban fuertes, rematados en poderosas garras. José no pudo verle los pies, ocultos en el césped que tapizaba las colinas, pero no hacía falta, sabía que eran de talón estrecho y dedos largos rematados en garras.
No dudó un instante y disparó. El hombre lobo retrocedió medio paso ante al impacto de los balines en su pecho. Su cabeza fue más atrás, alcanzando la línea del bloque de piedra y durante un instante aquella criatura tuvo cuerpo velludo y cabeza humana. El hombro lobo recuperó la vertical y aulló. José escuchó los pasos de los otros dos. Volvió a disparar. Esta vez el monstruo se mantuvo firme, preparado como estaba para recibir el disparo. La sangre le brotaba del pecho y volvió rojo su pelaje, que ante la ya escasa luz parecía negro, pero no parecía sentir dolor.
Los otros dos hombres aparecieron tras él. Cuando se pusieron al lado del primero ya no eran hombres, sino monstruos similares, uno rubio y el otro negro como la noche sin luna.
José se dio la vuelta y echó a correr. Tras él, tres aullidos hendieron la noche.
No recordaba cuánto había corrido. Pero su corazón desbordado y su agitada respiración atestiguaban que un buen trecho. Aunque quizá fuera solo producto del inmenso terror que atenazaba sus entrañas. No comprendía con claridad lo que ocurría, solo sabía que no era bueno y que estaba aterrado hasta el tuétano. ¡Por todos los cielos! ¿En qué embrollo estaba metido?
Se había detenido bajo la frondosa copa de un ceibo. A su alrededor diez mil árboles lo observaban con hojas susurrantes y vaivenes hipnóticos. Además de eso, el bosque estaba sumido en un silencio hosco. En el cielo, al este, se adivinaba una luz argéntea, suministrada por la luna creciente, demasiado débil para llegar al tapete de hojas muertas que alfombraba el suelo.
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Editado: 26.05.2022