Lo encontró en un basurero, en el contenedor que había atrás de un viejo edificio de apartamentos, cuando regresaba de ver una película de terror. La película que había visto era de hombres lobos, y aunque el muñeco no tenía nada que ver con hombres lobos, a Daniel le pareció un adecuado recuerdo. Estaba sucio, cubierto de polvo y un hedor a alguna extraña hierba lo envolvía, pero decidió que una buena lavada resolvería el problema.
Al llegar a casa lo tiró en el cesto para la ropa sucia, junto a la puerta de su habitación, y después bajó a cenar. Para no variar, su madre le reprochó por llegar tarde, su padrastro comentó algo sobre que así era el camino por el que empezaban los maleantes, y su hermanastro le dio un coscorrón cuando nadie miraba. Como casi todas las noches, se fue a la cama sintiéndose el niño más desdichado del mundo. Abrazó al muñeco fuerte antes de quedarse dormido. No fue consciente del hecho de que al muñeco lo había dejado en el cesto, no en la cama.
El día siguiente, cuando regresaba de la escuela, encontró al muñeco en el barril de basura que había fuera de la casa. Era una suerte que ni el camión de la basura ni ningún otro curioso se lo hubiese llevado. Daniel lo recogió y lo llevó adentro.
―¿A dónde vas con esa porquería? ―le gritó su madre desde la puerta de la cocina. Ya sabía quién lo había tirado.
―Es mío ―dijo Daniel―. Yo lo traje ayer. Lo encontré tirado.
―Por algo lo habrán tirado ―bufó la señora de la casa―. Es horrible y de mal gusto, eso no va con nuestra casa.
―Cuando lo lave se verá mejor ―replicó Daniel que corrió a su habitación en la segunda planta. Cuando en una casa no te prestan cuidado, uno también termina por ignorar a esas personas.
Pero lo cierto es que el aspecto del muñeco no mejoró con el lavado, seguía igual de feo. Medía unos treinta centímetros de alto y estaba forrado por un trapo de color pardo; la boca era cinco puntadas de hilo negro, y los ojos, dos botones grises sujetos con el mismo hilo negro. No tenía orejas, ni nariz, tampoco dedos en manos o pies, que terminaban en algo que a Daniel se le hacían muy semejantes a los muñones.
Sin embargo, el muñeco no era tan liviano como cabría imaginar. Tampoco se doblada hacia todos lados como lo haría un juguete de trapo convencional. No, en su interior parecía tener algo más sólido, que le daba estabilidad, algo así como un esqueleto. «Un esqueleto de madera o metal», pensó Daniel.
A pesar de la fealdad del muñeco, Daniel decidió que se lo quedaría, sobre todo si eso molestaba a su madre. Desde que dejó a su padre por ese hombre horrible, con un hijo horrible (a quienes quería mucho más que a él), el chico se complacía llevándole la contraria en todo lo que podía. Eso no lo hacía ganar puntos, pero no podía comportarse de diferente forma con personas a las que les resultaba antipático.
Lo llevó a su habitación, y poco después, por un impulso que no comprendía, empezó a contarle al muñeco muchos de sus problemas. Éste estaba sentado en la cama, como oyéndole, y Daniel estaba frente a él, con las piernas cruzadas. Sus problemas habían empezado tres años atrás, cuando su padre descubrió la infidelidad de su mujer. Se divorciaron y ella se fue a vivir con su nuevo marido mucho antes de que el divorcio fuera un hecho. Su padre parecía creer que Daniel tenía la culpa y no lo había ido a buscar nunca.
Le contó de lo horrible que era su padrastro. Casi nunca lo miraba, y cuando lo hacía, era para asignarle tareas y para golpearlo. Su madre nunca intervenía, a no ser para agregar un grado más al castigo. Su hermanastro, dos años mayor que él, tenía el señorío del control remoto de la televisión, también era quien tenía el mando de los videojuegos, amén de los juguetes y casi todo. Era por eso que Daniel casi siempre estaba encerrado en su habitación, cuando no afuera. Estar a la vista de los tres amos de la casa, en el mejor de los casos era desagradable, en el peor, peligroso.
Habló largo y tendido, mientras afuera el sol seguía su curso hasta esconderse en occidente. El muñeco (del color del polvo, pensó de pronto) seguía sentado, con sus ojos de botones fijos en él. Daniel tuvo la impresión de que se habían vuelto más oscuros, y le parecía que una de sus piernecitas de trapo se había movido para mayor comodidad. Esa noche, cuando terminó de hablar, le pareció que el muñeco era más bonito que en la tarde, y lo mantuvo abrazado hasta quedarse dormido.
Esa noche tuvo sueños raros. Soñó con las cosas que le había contado al muñeco; con todas las veces que lo habían golpeado por cualquier tontería; con todas las veces que le habían gritado sin motivo aparente; con todas las bromas y golpes que había recibido de su hermanastro. Las escenas pasaban sin cesar, sin apenas pausa, y con cada una de ellas la rabia y la indignación afloraban desde su interior.
Soñó que el muñeco que había rescatado del basurero le hablaba en susurros. Susurros que se colaban por sus oídos, arrastrándose hasta su subconsciente. Susurros embriagadores, excitantes, colmándolo de determinación y valor. Susurros que lo animaban, que le decían que no estaba solo. Susurros que con sutileza le decían qué hacer. Eran sueños raros.
El más raro de todos fue uno en el que el muñeco le dijo que debía castigar. Que debía vengarse. Lleno de ira y determinación, Daniel sonrió ante la perspectiva. Sí, vengarse sería algo dulce. “Empezaremos por algo pequeño”, dijo el muñeco y Daniel estuvo de acuerdo. Soñó que cogió una cuerda (no sabía de dónde había salido esa cuerda), que salía de la habitación y la anudaba de uno de los postes de la balaustrada a un soporte en la pared, justo en el camino de su hermanastro a las escaleras. Sabía que era muy probable que el muchacho cayera en la trampa, puesto que siempre corría para bajar a desayunar, sobre todo para arrebatar la mejor tajada a Daniel.
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Editado: 26.05.2022