Historias de terror

La sombra del hermano (II)

Esa noche se planteó dejar la puerta abierta. En el pasillo, a ambos lados de la puerta, colocó dos cordeles con una campanilla en un extremo, de manera que si alguien se acercaba la campanilla le alertaría. Él por su parte dormiría con una lámpara de mano y un garrote, para saltar sobre lo que sea que fuera a pararse frente a su habitación. Se acostó con la puerta abierta, pero no se sentía cómodo y un miedo desconocido lo acosaba, de modo que mejor la cerró.

Lo despertó el tintineo de las campanillas. Pero no era el tintineo de alguien que se tropieza, sino que el ritmo era continuo y frenético. Jacinto se despabiló en un santiamén, cogió el garrote con la mano derecha y la lámpara con la otra y corrió hacia la puerta. Salió al pasillo hecho una tromba, sin importarle lo que fuera hallar allí. Pero el pasillo estaba desierto, y el ritmo frenético de las campanillas fue decreciendo, hasta que todo quedó sumido en el silencio. En ese instante, con el corazón palpitando de terror, recordó que la puerta la había dejado cerrada, pero él no la había abierto, ¡ya lo estaba!

Y un presentimiento se fue convirtiendo en una certeza.

Los siguientes días fueron de una inquietud continua, de tormentos, y de noches en vela. Jacinto ya no sospechaba que algo sobrenatural ocurría en su casa; estaba seguro. Pero se empezó a preocupar en serio cuando tres noches después del asunto de las campanillas, algo lo haló de las piernas y lo tiró al suelo. El asunto ya no era solo de ruidos, pesadillas y huellas, sino que había avanzado al grado de ser algo físico. Y si aquello que lo acosaba podía tocarlo, solo era cuestión de tiempo que intentara matarlo.

Empezó por no dormir, a la vez que buscaba manuales y libros en internet y en los lugares menos frecuentados de la ciudad, y cualquier cosa que le diera una idea más precisa de lo que estaba ocurriendo en su casa. Mientras investigaba tuvo que aprender a hacer oídos sordos a las pisadas, a los trastos que caían al piso, a los golpes a las paredes, al chirriar de algún mueble al ser arrastrado en el piso, a la regadera cuya llave se abría y cerraba sola… y a mil ruidos más. Pero tras siete días en vela supo lo que ocurría. Y la verdad es que todo tenía sentido, cómo no lo había visto antes.

«Así que el maldito de mi hermano busca vengarse. —Sonrió para sus adentros y cerró la tapa de cuero del antiquísimo libro que le había aclarado todo—. Pues no lo conseguirá.»

—¿Me oyes, maldito? —gritó—. Esta noche terminará todo. Aquí pone algún sádico que aún pasará mucho tiempo para que puedas hacerme daño de verdad. Solo que después de esta noche ya no podrás hacerlo.

Y rió como hacía muchos días no reía. Se carcajeó feliz, esa noche terminaba todo, y el infeliz de su hermano estaría muerto de una vez por todas. ¡Qué bien! ¡Qué bien! «Y miren que hora es, justo la media noche, muy acorde todo.»

Se carcajeó fuerte, eufórico, la risa se esparció por toda la casa y llegó a la calle, e incluso alcanzó las casas vecinas. El fantasma de su hermano debió comprender lo que ocurría porque durante unos minutos se volvió loco. Tiró trastos, levantó la cama, encendía y apagaba la luz, golpeó la pared como un desquiciado, y más. Pero Jacinto lo ignoró todo. No podía dañarlo. El libro era muy claro en ese aspecto: un fantasma debía vagar durante al menos cuarenta y nueve días en un lugar concreto para que pudiera hacer daño a los seres vivos. «Siete veces siete», rezaba el libro. Y su hermano no llevaba ni la mitad de ese tiempo.

Con el corazón más liviano fue al armario a buscar la piocha y la pala. Su hermano hacía escándalo alrededor de él, incluso se atrevió a darle unos empujones. Pero Jacinto lo ignoró, el imbécil de su hermano no podía hacer más que eso.

Descendió al sótano contento, silbando, imprecando contra su hermano muerto, iluminando su camino con una vieja lámpara de aceite. Removió con esfuerzo un viejo granero, desclavó las astilladas y sucias tablas del piso y empezó a cavar. La lámpara la dejó sobre el granero, de manera que iluminaba casi todo el recinto. Las arañas, las cucarachas y las ratas que se escurrían por allí producían grandes sombras, entre las cuales había otra que miraba a Jacinto trabajar: era la sombra del hombre que Jacinto buscaba desenterrar. La sombra estaba inmóvil, como si ya no quisiera seguir incordiando, como si ya se hubiera rendido.

Jacinto hizo una pausa para mirar burlón a la sombra. Su alegría era tal que volvió a reír a tambor batiente. Su risa sonaba hueca en aquel espacio subterráneo.

—Despídete de este mundo, hermanito —dijo—. Una vez haya transportado tus mugrosos restos a un camposanto tendrás que dejar este mundo. —Volvió a reír, feliz de que los tormentos fueran a terminar—. Serás reclamado por los señores del infierno sin duda alguna. A su debido tiempo te veré allá, seguro, pero para eso hace falta mucho.

Y manos a la obra otra vez.

La parte difícil fue extraer el cuerpo del agujero. No tanto por lo arduo de la tarea, sino por el hedor y lo asqueroso. El costal en el que lo había metido aparecía agujereado y una miríada de gusanos se daba un festín. Hizo falta todo su autocontrol para no echar las tripas mientras sacaba aquellos desechos del hoyo. Lo empaquetó todo en un costal y después echó éste en una vieja valija que había por allí.

No se sorprendió al descubrir que la sombra de su hermano ya no lo observaba. También había un algo que había desaparecido, como un aura sobrenatural. «Cierto —pensó—. El autor de ese libro tenía razón.» Pero tenía que terminar el trabajo. Tenía que llevar lo restos a un cementerio, lugar donde todos los cuerpos deben estar cuando el hálito de vida se les ha ido.




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