—Maldición —masculló Silver a la nada.
El sol rozaba con uno de sus cantos el horizonte de poniente. Era una bola de fuego rojo, y el cielo a su alrededor presentaba variaciones que iban del rojo al naranja y al purpura. Era una puesta de sol hermosa. Pero Silver no estaba para tales tonterías.
Si tan solo no se hubiera entretenido en aquella cervecería donde se encontró con viejos conocidos…, pero lamentarse de nada servía.
Silver bajaba de la ciudad a ver a sus padres, que vivían en una aldea, bastante lejos de la autopista principal. Para ver a sus pobres viejos y demostrar al resto que un aldeano también podía triunfar en la ciudad. Viajaba en su moto nueva estilo Hayley Davidson. No llevaba una indumentaria de cuero negro que hiciera juego con la moto, pero eso era lo de menos; aun así, sabía que iba a impresionar a sus viejos amigos.
Hacía diez años que había dejado la aldeucha, para tratar de trascender en la ciudad. Con esfuerzo lo había conseguido. Sin embargo, no recordaba que el camino a casa fuera tan largo. El sol casi desaparecía en el horizonte y él no llegaba siquiera al cruce que tenía que tomar. Empezaba a impacientarse, no quería llegar de noche a la aldea, a despertar a sus pobres viejos, que con tanto esfuerzo habían costeado sus estudios en la ciudad.
Iba a velocidad moderada, porque no se consideraba un conductor ducho y no quería tentar a la suerte. Entonces vio un claro entre la vegetación que bordeaba la carretera y Silver frenó de golpe, la llanta de atrás se levantó y Silver sintió que el corazón se le salía por la boca. Para su fortuna la llanta no se elevó tanto como para dar una voltereta.
«¡Santo Dios! —pensó, recuperándose del susto— Si voy más rápido me mato.»
Aun así, se detuvo poco más adelante del claro. Hizo dar media vuelta a la moto, despacio, y se detuvo frente al claro. Era un camino. Silver ya lo conocía de antes, un palo de amate era firme testigo de que no se equivocaba. En su juventud lo había utilizado en un par de ocasiones, aunque lo recordaba más ancho y un poco más limpio, ahora parecía una senda de animales. Para llegar a su destino, siguiendo la carretera principal, tenía que recorrer al menos unos cincuenta kilómetros, una vuelta enorme que pasaba por varias poblaciones más. Aquel camino que tenía enfrente cortaba esa curva y reducía el camino a poco más de diez kilómetros.
¿Pero por qué parecía tan descuidado? ¿Acaso era que habían dejado de usarlo? Aunque lo más seguro era que siempre hubiese sido así, y él lo estaba comparando con los caminos más limpios de la ciudad. Sí, eso debía ser, entonces, ¿por qué no? Así llegaría alrededor de las siete de la noche con sus padres, aún podría compartir unas horas con ellos.
Y sin pensarlo más se internó en aquél camino viejo y abandonado, sin imaginar los ratos aciagos que le esperaban por su audacia.
El camino, angosto, donde dos personas apenas podrían caminar hombro con hombro, aparecía tapizado de hojas secas, raíces de los arbustos más grandes y montecillos que empezaban a horadarlo. La moto era un temblor constante y Silver pronto se estaba arrepintiendo de tomar el atajo. Tampoco recordaba que la naturaleza tuviera tan ganado el sendero. Además, la oscuridad allí era más densa. Árboles y arbustos bordeaban el caminito y en algunas partes sus ramas se entrelazaban para formar un dosel de ramas, hojas y enredaderas. Y la atmósfera era húmeda y ominosa. La luz de la motocicleta, a pesar de que era muy potente, apenas alumbraba más allá de los diez metros. En el camino Silver vio desaparecer toda suerte de roedores e incluso una serpiente, y entre las sombras, allá donde la luz apenas llegaba, le parecía que a ratos se escabullían seres de mayor envergadura.
«Tranquilo, no es nada, sólo tu imaginación —se dijo, totalmente arrepentido de haber tomado el atajo—. Sólo sigue conduciendo, diez kilómetros no es tanto.»
Hizo todo lo posible por sólo concentrarse en el camino, cosa que consiguió durante un rato. En esos momentos miraba únicamente el camino, su mente centrada en el timón y en el acelerador, nada más existía. Sólo el camino y su convicción de que pronto llegaría a su destino, sin más percance que un buen dolor de culo por el bote de la moto.
Pero tanto bota una cosa que acaba ponchándose.
Silver rugió de rabia cuando tras casi caerse comprobó que el tubo de la llanta trasera había explotado. Maldición, eso era lo que se ganaba por querer acortar el camino: una llanta ponchada en mitad de la nada. ¿Y ahora qué hacía?
Estaba revisando la llanta, por fuerza de costumbre no porque creyera que podía repararla, cuando escuchó algo a sus espaldas. Y de pronto comprendió la magnitud del problema en el que estaba metido. Se volvió hacia el ruido, como de hojas y ramitas secas que se quiebran, pero no vio nada, excepto oscuridad. Pero no fue aquel ruido lo que lo hizo sentir miedo, sino que fue el hecho de que comprendió lo comprometido de su situación: lejos de su destino, una moto con la llanta ponchada, solo, una noche negra, un camino abandonado y un miedo a lo desconocido como no sentía desde que era pequeño y creía que bajo su cama habitaban monstruos aterradores.
—¿Por qué a mí? —se preguntó en voz alta, maldiciendo su suerte.
Su voz sonó hueca y fuera de lugar. Un conejo saltó a la parte iluminada del camino y sus ojos refulgieron como piedras del mal, Silver dio un respingo, y el conejo lo miró con fijeza. Lo observó durante un momento, una eternidad le pareció a Silver, después se perdió por uno de los costados. Lo curioso era que sus ojos no habían dejado de brillar durante todo el rato que lo observó. Mala cosa aquella.
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Editado: 26.05.2022