Andrés Jesús era un hombre solitario. Vivía en una bonita casa de dos plantas sobre una colina con vistas al maravilloso lago Petén Itzá. Legalmente vivía en el municipio de San José, pero le gustaba decir que también vivía en San Andrés, pues vivía entre ambos pueblos y los dos le quedaban a una distancia similar, no más de dos kilómetros.
Actualmente vivía solo en la casita de la colina, que estaba enyesada y el techo era de tejas. Aunque no siempre vivió solo. Hasta hacía medio año vivía con su esposa, y un año atrás, también vivía con ellos su pequeña hija de siete años, que era la adoración de ambos padres.
Pero la niñita desapareció un día sin dejar rastro. Empezaba el año 2017 cuando tan honda desgracia sacudió el pequeño núcleo familiar de Andrés Jesús. Se hizo la respectiva denuncia a la policía, que como siempre, no llegó a encontrar nada. Todo quedó como otra desaparición más, como muchas de las que ocurren en el país.
Andrés Jesús y su esposa, Ana Leticia, estaban destrozados. La pequeña Arlene, tan risueña y vivaz, tan hermosa con sus rizos acaramelados y sus ojos color miel… era de todo punto imposible no llorar cada vez que alguno de los padres pensaba en ella, más aún cuando imaginaban la suerte que pudo haber corrido.
Nunca se reprocharon o se incriminaron el uno al otro, al menos no de palabra. Pero lo hacían con la vista, con los gestos de la cabeza, con el lenguaje corporal. Al principio se abrazaban en busca de consuelo, pero el consuelo no llegaba. Lo que llegaba eran mudos reproches. «Ojalá ella hubiese estado más al pendiente de mi hija», «Le dije que siempre fuera por ella a la escuela y no la dejara venirse con su viperina sobrina», «Tenía que preocuparse más por su hija y no por esos feos cuadros que nadie quiere comprar.»
Por la mente de la esposa los pensamientos que discurrían no distaban mucho de los de su marido. Ninguno creía que el otro fuera el culpable de la desaparición de la niña, pero «si tan sólo se hubiera preocupado más por ella…».
A las pocas semanas dejaron de buscar consuelo en los brazos del otro. A los dos meses apenas se hablaban. A los cuatro meses, Ana Leticia ni siquiera le preparaba de comer. Y a los seis, ella dijo que no podía más con la situación. Al día siguiente hizo su equipaje y se fue a vivir de nuevo con sus padres, en el municipio de San Benito. Actualmente estaban divorciándose, y entre otras cosas, estaba en pleito la propiedad de la casa, que Andrés había logrado comprar tras muchos años de arduo trabajo. Lo más probable, según el abogado, era que tendrían que venderla y repartir el precio, a menos que alguien tuviera dinero para comprar la otra parte. Era un tema delicado, pero a Andrés Jesús le traía sin cuidado. Desde la desaparición de su hija, pocas cosas le importaban.
La casa siempre le había parecido pequeña, pero acogedora. Ahora daba la impresión de haber crecido cinco veces, volviéndose lúgubre y demasiado espaciosa. Hacía tanta falta la presencia de la pequeña Arlene en la casita de la colina.
Andrés no perdía las esperanzas de que su hija apareciera, devolviéndole luminosidad a su mundo. Aunque esta iba atenuándose con el transcurrir del tiempo. Mientras, andaba en el mundo, taciturno y apocado, como si una parte de él hubiera muerto. Se había convertido en un autómata cuyo único sentimiento era la apatía.
Pasado un año desde la desaparición de Arlene, con el trámite del divorcio en proceso, un amigo del trabajo le obsequió a Andrés un loro. Antes habían tenido uno, pero murió cuando Arlene tenía cinco años, desde entonces había prometido comprarle otro, promesa que no llegó a cumplir por aplazarla constantemente. Quiso rechazar el regalo, pero luego recordó la promesa hecha a su niña hermosa y pensó que en cierta forma era una manera de cumplir esa promesa.
―Se llama Tomás ―le explicó Alfredo, el amigo que le obsequiaba el loro―. Sabe muchas palabras, pero si le enseñas aprenderá más. A ver Tomás, di Andrés.
―Andrés, Andrés, Andrés cocoliso ―canturreó el loro.
―Lo siento ―se disculpó Alfredo―. Pero le enseñamos a decir Cocoliso para burlarnos del pelón caras malas que vive enfrente, pero ahora nos pone peor cara y por eso queremos regalarlo.
Andrés lo aceptó con un breve gracias. Le traía sin cuidado si el loro insultaba a su propia madre. «Sólo estoy cumpliendo una promesa».
―Recuerda cuidarlo y darle de comer ―señaló Alfredo.
―Lo haré.
Alfredo tenía la leve esperanza de que una mascota que cuidar lograra sacar a su amigo del sopor en el que se había sumergido desde lo de su hija. ¡Y encima con un divorcio en proceso! No justificaba el mutismo y aislamiento de Andrés, pero lo comprendía.
*****
El loro llegó a la casa de la colina con jaula incluida. Durante el trayecto había repetido muchas veces el nombre de “Andrés” y lo de “Cocoliso”, pero al notar el poco entusiasmo de su nuevo dueño, terminó callándose. Fue instalado en un gancho junto a la ventana de la sala, justo donde había estado el perico anterior. Andrés le puso comida y agua y se desentendió de él.
Preparó una frugal cena, nunca le importaba lo que cocinaba pues siempre estaba sin apetito, pero entendía que tenía que picotear algo. Mientras la freidora chirriaba en la cocina, Tomás repitió un par de veces su nombre. Durante un instante el graznido chillón se convirtió en la suave melodía que era la voz de Arlene, y el molesto “Andrés, Andrés” se convirtió en el poema “Papá, papá”. Las lágrimas rompieron la represa que las contenía y se desbordaron, cálidas y húmedas, a través de los ojos. El llanto asfixiante y el nudo en la garganta lo hicieron doblarse de dolor. Terminó sentado contra el gabinete. En la sala, Tomás se calló, como si supiera que no era momento de armar jaleo.
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Editado: 26.05.2022