Historias de terror

La casa de la colina (IV)

La caverna a la que descendió no era muy grande. Poseía casi los mismos metros de altura que de radio. La luz de la lámpara era suficiente para rozar las esquinas más alejadas. Allí no había nada. Sólo estaba él. El ambiente era más frío, y sentía cierta opresión en el pecho, cierto temor, pero sólo era el temor de hallarse solo en un lugar cerrado y desconocido, ¿cierto?

¡Arlene, Arlene! ―chilló Tomás arriba.

Andrés Jesús tuvo un sobresalto por el susto.

―¡Arlene, Arlene! ¡Arlene, Arlene! ―repitió el eco en la cueva.

Ahora sabía de dónde provenía el eco.

El eco murió cuando una roca empezó a deslizarse hacia un costado. Andrés Jesús la había visto en su primera inspección, pero jamás había esperado que fuera posible moverla. La roca era redonda y plana, de alrededor de metro y medio de diámetro. De pronto recordó los sepulcros antiguos que eran sellados con rocas como aquella que se deslizaba con lentitud frente a sus ojos. Tuvo miedo, y tentado estuvo de salir pitando escala arriba, pero estaba allí para averiguar el misterio de los surcos viscosos, más aun, para descubrir la verdad sobre la desaparición de su adorada hija. Por ello permaneció, valiente, aunque no por ello menos aterrado. El presentimiento de que la respuesta a sus preguntas estaba tras aquella roca que continuaba deslizándose había cobrado certeza en su cabeza.

Hasta que por fin la roca se detuvo. Al descubierto había dejado un túnel por el que sería posible caminar si uno se agachaba, más negro que el agujero descubierto en la superficie. Hasta que Andrés Jesús dirigió el haz de luz por la abertura. Lo que miró lo llenó de espanto y soltó un gritó aterrado, que corrió a través del túnel que alumbraba y resonó en alguna caverna profunda.

El monstruo que le provocó el grito había retrocedido en el túnel, cegado por la repentina luz, pero pronto se sobrepuso y volvió a asomarse, hasta que salió por completo y se irguió tan horrendo como era.

«¡Dios mío! ¡Es mi fin!»

Lo que tenía ante él era un monstruo que ni en su peor pesadilla habría imaginado. Le pareció que tenía cierto parecido a una araña o a un piojo por lo abultado de su vientre y trasero. Se erguía sobre dos patas como tijeras, y del pecho a la boca le sobresalían cuatro tentáculos blancuzcos y gelatinosos. La boca la formaban cuatro colmillos unidos por membranas, que al separarse se abrían mostrando hilera tras hilera de dientes torcidos, amarillentos y afilados.

Era la criatura más espantosa que pudiera existir. ¡Y se lo iba a comer! Se lo iba a comer de la misma forma que se comió a su hija. ¡Ah, Arlene! El recuerdo le despejó la mente, insuflándole coraje.

―¡Maldito! ―gritó― ¿Qué hiciste con mi hija, maldito bicho?

Alzó la barra de hierro en gesto amenazador y se lanzó sobre la criatura.

―Papá, papá…

La barra de hierro escapó de sus manos y Andrés Jesús calló de rodillas, derrotado por aquella voz largo tiempo anhelada.

―¿Arlene?, ¿dónde estás, hija?, ¿mi amor?

Papá, soy yo, tu hija.

Cayó en la cuenta de que la voz no venía de ningún lado, sino que brotaba directamente en su mente. ¿Había llegado a un estado tal que ahora reproducía la voz de su hija en su cabeza? No. No era eso. La verdad se deslizó horrenda e irreal hasta la razón.

Había escondido el rostro en el suelo cuando escuchó la voz de su adorada hija. Ahora alzó el rostro para ver aquel espantoso rostro a un metro escaso de distancia. De pronto la caverna parecía demasiado pequeña para dos seres tan distintos el uno del otro. De los ocho tentáculos de la criatura cuatro permanecían en el suelo, a modo de apoyo para mantenerse erguida; los oros cuatro cimbreaban en el aire como listones de una gimnasta. Y en su rostro, arriba de esa boca que ahora que estaba cerrada sólo mostraba cuatro enormes colmillos, arriba de una nariz que eran rajas, dos ojos grandes, ovalados, color miel… color miel…

Papá, soy yo, Arlene.

La voz dulce y melodiosa de su hija pareció surgir de su propia mente. Pero no había surgido de su mente, estaba seguro. Provenía de esa horrible criatura que tenía enfrente. ¡Era su hija! ¡Y se había convertido en un monstruo!

―No, no, no… tú no puedes ser mi hija.

Soy yo, papá. Soy tu hija. Hija de Ana y Andrés.

―¿Dónde está tus rizos? Admito que tus ojos se parecen a los de ella, pero, ¿y el rostro de porcelana, la sonrisa brillante, la nariz pequeña, tu cuerpecito de niña…?

No lloró, la criatura frente a él era incapaz de otra cosa que abrir la boca y mostrarse más atemorizante aún, pero escuchó el llanto brotar de su mente. Escuchó los sollozos de una tierna niña reverberar en su cabeza, tan sinceros, tan desgarradores y tristes, tan necesitados de consuelo. Si tan sólo pudiera abrazarla... Retrocedió horrorizado cuando descubrió que su brazo se había extendido para acariciar a la criatura.

No tengas miedo, soy yo, papito. ―Sollozos de nuevo.

Fue más de lo que pudo soportar. Se armó de coraje y acercó una mano temblorosa al rostro de aquella extraña criatura. Ella lo terminó de acercar, como haría un gato, y se dejó acariciar, sin que los sollozos cesaran en la mente de Andrés Jesús.




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