Historias de terror

La promesa de Cristopher Rod (I)

La noticia de que terminaba con él lo devastó. Sintió un nudo en la garganta y un desgarrón en el corazón, que desembocaron en copiosas lágrimas de angustia. Aunque era algo que desde hacía algunas semanas venía temiendo, siempre había albergado la esperanza de que esos temores fueran infundados, y que al final, todo volvería a ser como al principio.

Pero uno no alberga dudas y temores sin base. Y él había empezado a notar indicios de alejamiento sentimental por parte Annie hacía varias semanas, bueno, más que indicios, a decir verdad. Los mensajes de buenos días y buenas noches eran casi historia; las peticiones de que fuese a verla ya no existían, y sólo se veían tras algunos ruegos por parte de Cristopher, encuentros que ya no estaban repletos de mimos y caricias, mucho menos abrazos y besos; ella alegaba que era por el estudio, porque tenía oficios domésticos que hacer, porque sus padres querían que los acompañara a algún sitio. Ahora Cristopher sabía que no eran más que excusas.

Annie simplemente había dejado de amarlo.

Cristopher Rod había entrado a la mayoría de edad hacía algunos meses. Edad suficiente para contar con algunas experiencias sentimentales en su pasado. Ya en otras ocasiones habían terminado con él. Otras había sido el propio Cristopher quien había dado por terminada una relación. Pero en ninguna de las ocasiones anteriores se había sentido tan desahuciado como esa vez. Y es que Annie simplemente, Cristopher estaba seguro, era el amor de su vida. Estaba completa y perdidamente enamorado de ella, y ahora, de un plumazo, todos sus sueños e ilusiones se iban por la borda. Sentía, un dolor, un coraje, una rabia, una frustración, un odio, que las simples palabras no bastarían para expresarlo.

 Fue en ese momento de máximo dolor que Cristopher se hizo una promesa. Juró y perjuró que por nada del mundo permitiría que Annie fuera de otro. Ella se lo había buscado, por echarlo sin mayor explicación, máxime que ahora circulaban rumores de que lo había botado porque tenía otro enamorado.

Ese primer día Cristopher no salió de su habitación. Tampoco nadie lo molestó. Sin duda sus padres intuían lo que había pasado. Ya en un par de ocasiones le habían advertido que tuviera cuidado, que podía salir herido. Y como casi siempre, sus padres habían llevado razón. No cenó y se durmió derramando abundantes lágrimas, sintiendo a ratos que el corazón se le pararía a causa del dolor.

El segundo y tercer día no fueron muy diferentes al primero. Fue a la escuela de manera mecánica, tratando de enmascarar su dolor, pero a ningún ducho se le escapó que algo le ocurría. Mala manera esa de intentar darle ánimos diciéndole que de todas formas Annie no valía la pena. ¡¿Qué no valía la pena?! A punto estuvo de agarrar a golpes al imbécil de su amigo. ¿Quién habrá inventado eso de que hablar mal de la otra persona ayudará a apaciguar el dolor?

Pasó una semana, y aunque Cristopher ya lograba sonreír con sus amigos y su familia, sus ratos antes de dormir siempre iban acompañados de amargas lágrimas. Ese séptimo día no lo soportó más y le marcó al teléfono celular. Al otro lado la línea empezó a sonar. Una vez. Dos veces. Tres, cuatro, cinco. Cristopher cortó y volvió a marcar. Las manos le temblaban, el corazón revoloteaba dentro de su pecho. Pensaba en lo que le iba a decir. Su esperanza fue desvaneciéndose a medida que el celular de Annie sonaba y ella no contestaba. Con la muerte de la esperanza vino el dolor. El dolor trajo rabia; y la rabia, odio, odio y determinación. Se guardó el celular en los bolsillos y salió de casa decidido. Su madre le preguntó a dónde iba, pero Cristopher no respondió.

En aquellos momentos Cristopher fantaseaba con cogerla del cabello y estrellarle la cabeza contra la pared, no una sino mil veces, a la vez que le gritaba preguntándole por qué lo había dejado; por qué, si él siempre la había tratado como una reina; por qué, si él nunca se había propasado con ella; por qué, si cuando quería salir con ella siempre pedía permiso a sus padres; por qué, si se gastaba las quincenas en comprarle regalos y llevarla al cine. Aunque quizá esa era la razón. Quizá en realidad ella era una pérfida como muchos señalaban, y él, demasiado recatado y complaciente. Un imbécil, en pocas palabras. Por todos los cielos que cogerla del gaznate y apretárselo hasta que los ojos se le saltaran era una idea harto tentadora.

Pero desde luego era algo que no podía hacer. En su lugar había decidido ir a su casa y hablar con ella. Tenía que saber de una vez por todas qué había ocurrido, por qué lo había dejado. Quizá, sabiendo la verdad, podría aplacar su rabia y su dolor. O quizá no.

Entonces dobló una esquina. Al otro lado de la calle había una confitería. Y allí estaba ella. Con jeans ajustados que resaltaban sus curvas, curvas con las que él mil veces había fantaseado, llevaba una blusa escotada, y sus cabellos ondulados le enmarcaban su precioso rostro. Pero, ¡ay que dolor! No estaba sola, un joven alto y apuesto le rodeaba la cintura con una mano. No lo conocía, pero sí lo había visto pasar frente a la casa de Annie, en su lujosa motocicleta regalo de papi, mientras lanzaba largas y escrutadoras miradas hacia la casa de la muchacha. Jamás se había sentido tan al borde de un paro cardíaco como en esa ocasión. Sencillamente no estaba preparado para aquella revelación. Se quedó allí de pie, con el corazón como trabado, los ojos fijos en ellos, y una expresión de lo más idiota seguramente. Y la muy cínica aún tuvo el descaro de sonreírle mientras se alejaba acera delante compartiendo algodón de azúcar con su nuevo amor.




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