La oscuridad es aterradora. De eso Matías no tenía ninguna duda. Por eso en su casa las luces se mantenían encendidas desde las seis de la tarde hasta la seis de la mañana. Desde la caída del sol hasta el despuntar del alba. Matías sabía que la caída del sol era como una alarma para los terrores de la noche. Cuando el astro rey se oculta, estos empiezan a rondar y a vagabundear a la caza de algún incauto.
O al menos era lo que le habían dicho y repetido mil veces desde que era pequeño. Y él lo creía. Por eso era que en su casa había luz toda la noche.
Matías era considerado un bicho raro. Era retraído, tenía pocos amigos, y en el trabajo se pasaba la mayoría del tiempo encerrado en su oficina. Eso sí, nadie negaría que era un empleado modelo. Con tal descripción se le podía calificar como un tipo introvertido. Pero su manía por mantener las luces prendidas era algo que muchos le preguntaban y pocos entendían. Por lo general uno se tenía que conformar con encoger los hombros y darse por vencido.
Con todo y eso Matías era considerado un buen tipo; bueno, por aquellos que habían conseguido acercarse lo suficiente para ganarse su afecto.
Uno de esos que lo apreciaban en buen grado era Arnoldo. Compañero de trabajo desde hacía años y con quien compartía muchos intereses. Ambos practicaban golf y tenían gustos literarios similares. Y no había nada que les gustase más que un buen libro y una copa de vino en el porche de la casa de cualquiera de los dos. Incluso sus esposas se llevaban bien, quienes platicaban largos ratos mientras ellos leían, charlaban y compartían opiniones acerca de lo que leían. Mientras, los niños jugaban en sus habitaciones a las cosas que juegan los niños.
Arnoldo le tenía aprecio a Matías. Su amigo era un buen tipo, de eso él podía dar prueba. Y a él en particular le importaba un comino si en casa de Matías las luces no se apagaban hasta el día del juicio final, si llenaba su habitación de ajos o si dormía debajo de la cama en lugar de arriba. A Arnoldo le traía sin cuidado. Él apreciaba a Matías y punto. Lo que a él le preocupaba era la reputación que su amigo se estaba granjeando por la peculiaridad de dejar las luces encendidas. «¡Está loco!» era una de las expresiones más comunes usadas cuando se hablaba de Matías, y eso a Alberto le molestaba.
De modo que de vez en cuando sacaba a colación el tema. Su intención con esto era lograr que Matías dejara atrás esa manía suya. Pretendía hacerle comprender que en realidad nada se esconde en la noche, que no había nada allí fuera esperando que se quede a oscuras para abalanzársele.
Por lo general, cuando hacía mención del tema, lo hacía con tiento, ya que las más de las veces lo único que conseguía era que Matías se enfurruñara. Pero esa vez había bebido más de una copa, se sentía achispado e intrépido, ese era el día para hacerle entender lo absurdo de su temor.
―¿Sabes lo que me dijo mi vecino hoy por la tarde justo antes de subirme al coche y venir para acá? ―inquirió.
―Que cortes esa selva que tienes por seto ¿tal vez? ―replicó Matías, quien también había bebido más de la copa acostumbrada.
Arnoldo se rio. Y ambos entrechocaron las copas para celebrar la pequeña broma. El seto de Arnoldo estaba constituido principalmente por claveles, y los claveles no eran del agrado de Matías.
―Mi seto no tiene nada de malo ―dijo Arnoldo―. Pero no se trata de eso. ¿Creerás que el muy cretino se atrevió a preguntarme si iba a visitar al loco?
Matías se puso en guardia. Sabía que venía un sermón. Así que optó por encogerse de hombros y beber de su copa.
―Sabes de sobra que eso me trae sin cuidado. No importa cómo me llame la gente. Mi seguridad y la de mi familia va primero ―sentenció Matías, severo.
Pero a diferencia de otras ocasiones, Arnoldo no dejó la cosa allí.
―Sé que la familia va primero —concedió—, pero ¿no crees que estás exagerando? Te portas como un maníaco con el asunto de las luces y diablos que salen por la noche. Esas cosas no existen, Matías. —Echó un vistazo a la casa que irradiaba luz cual feria y suspiró—. A mí no me importa lo que hagas en tu casa, en serio que no me importa, pero la gente insiste en molestarme a costa tuya.
―No les hagas caso y punto.
―Lo intento, créeme que lo intento. ―Entonces se le ocurrió una estrategia que aún no había probado―. Si no por mí o por ti, hazlo por tu mujer y por tus hijos que, de todos, estoy seguro, son los más afectados.
No dijo más. Se puso de pie, le dio la mano y un fuerte abrazo, y fue a por su mujer y sus hijos para regresar a casa. No sabía si lo había conseguido, pero por la expresión de Matías, supo que lo iba a pensar, y mucho.
*****
Matías permaneció en el porche largo rato después de que Arnoldo se hubo marchado. Sus palabras lo habían puesto a pensar. ¿Y si su amigo tenía razón? ¿Y si en realidad no había nada acechando en la noche? ¿Desde cuándo cuestionaba sus convicciones?
Sonrió con amargura. Arnoldo había sabido dar en el clavo: su familia. Quisiera o no, tanto su esposa como sus hijos estaban siendo estigmatizados por su comportamiento. Sin embargo, temía lo que pudiera pasarles si resultaba que tenía razón. Le dio vueltas un rato más al asunto, sin llegar a tomar una decisión. Hasta que se sintió cansado y se fue a dormir.
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Editado: 26.05.2022