Andy jamás imaginó el embrollo en el que se encontraría liado cuando un muchachito de cabello castaño entró en el salón de clases. Parecía un niño normal, tímido y asustado por su primer día de clases en una escuela distinta. Andy lo hizo pasar al frente, le dijo que lo estaba esperando y que por favor se presentara con sus compañeros. Con voz trémula y baja dijo llamarse Daniel Solórzano, tenía ocho años y se habían mudado porque su madre ya no quería vivir en su antigua casa.
Pasada una semana, Andy no notaba ningún cambio en el chico, todo lo contrario, parecía más retraído, y hasta se mostraba nervioso, casi asustado. No había hecho ninguna amistad y sus esfuerzos por socializar eran inexistentes. Incluso respondía con miedo cuando él le preguntaba algo sobre la clase. Andy decidió que él chico necesitaba un amigo. Quizá él podría ser ese amigo, al menos mientras le ayudaba a integrarse con el resto de sus compañeros.
De manera que un lunes le pidió que se quedara unos minutos después de que el resto de la clase se hubo marchado. Daniel se quedó sentado en su escritorio, inmóvil, la vista baja, como si esperara una reprimenda, no, como si hubiese sido reprendido. Andy se le acercó con una gran sonrisa, intentando tranquilizarlo, pero el muchacho no alzaba la vista de la madera del pupitre. Andy haló un escritorio y se sentó cerca del muchachito.
―No voy a reprenderte ―le dijo, poniendo una mano sobre su hombro―. Sólo quería saber si estabas bien.
El pequeño levantó su rostro bajo la mata de pelo castaño y lo miró con ojos grandes y vidriosos, como si quisiese llorar.
―No me pasa nada ―dijo el niño, su voz trémula.
―Eso espero. Pero si ocurre algo, no dudes en acudir a mí. Soy tu nuevo profesor, es cierto, pero también puedo ser tu nuevo amigo.
―Lo tendré en cuenta ―aunque su voz era débil, como asustada, sus palabras dejaban bien claro que no era ningún niño tonto.
―¿Tenías muchos amigos en tu antigua escuela? ―le preguntó.
El niño sonrió cuando gratos recuerdos pasearon por su mente.
―Sí. Todos los del salón eran mis amigos… ―su rostro se ensombreció―, bueno, hasta que mi padre murió ―Andy notó que al mencionar a su padre su voz sonaba más asustada que triste.
―¿Y hace cuanto fue eso?
―Hace dos semanas.
«¡Oh! ―eso no lo esperaba―. Es por eso que el pequeño siempre está tan taciturno», pensó.
―Lamento lo de tu padre ―dijo. No sabía cómo darle el pésame a un infante―. Consuélate imaginando que él ahora está en un lugar mejor.
El niño le dirigió una mirada que Andy no llegó a descifrar del todo, una mirada que de alguna manera lo azoró.
―Ya pasará… ―alcanzó a decir antes de que la mujer entrara en el salón como una tromba.
―¡Dany! ―su voz era chillona― ¿Qué haces aquí? ¡Me tenías preocupada! ¡Llevo largo rato esperándote fuera!
―¡Mamá! ―Dany también se había llevado un buen susto― Sólo conversaba con el profesor, me pidió que me quedara.
―¿Usted? ¿Con qué derecho se atreve a retener a mi hijo? ¿No se puso a pensar en lo preocupada que me pondría? ¿Es que usted…?
―Lo siento ―dijo Andy. No tenía el menor deseo de disculparse, pero sabía que, o era eso o la desquiciada señora seguiría gritando―. No pretendía preocuparla señora. Sólo quería charlar unos minutos con su hijo.
―Es cierto mamá. ―La intervención del pequeño pareció convencer a la señora―. Él es el profesor Andy, dice que quiere ser mi amigo. Y no estés molesta por el retraso, no fueron más de cinco minutos.
―¿Cinco minutos?
―Así fue, señora.
―Pues a mí me pareció una hora. Oh, lo siento, debe ser la tensión acumulada. Tiene que entenderme, acabo de perder a mi marido, y mi Dany está… ―se arrepintió de lo que iba a decir―, es tan frágil ―corrigió―, entienda que me preocupo por él.
―Siento mucho lo de su esposo ―le consoló Andy―. Y es algo que me gustaría charlar con usted. ¿Cómo es posible que recién me entere de la muerte del padre de uno de mis alumnos? Y que sea nuevo no es excusa.
―¿Tiene usted, esposa?
―No ―respondió Andy al instante, sin darse cuenta de que la pregunta no iba con lo que hablaban.
―Entonces no representa ningún problema que lo invite a cenar con nosotros.
―¿Cenar? ―preguntó Andy como un idiota, la proposición lo tomó por sorpresa.
―Sí. Tanto a Dany como a mí nos hace falta con quien platicar. No han sido días fáciles, además no conocemos a nadie aquí.
―¿Y cómo es que se mudaron a este vecindario entonces?
―De eso y más platicaremos en la cena. Le esperamos a las ocho, en… ―le dio la dirección y se marchó con un adiós y halando a Daniel de la mano.
Andy se quedó en medio del salón como bobo. ¿Qué había ocurrido allí? ¿Es que ahora estaba comprometido a ir a una cena? Sí, eso era. Pero todo había ocurrido de manera extraña. Esa señora era extraña. «Y guapa», dijo su subconsciente. Y muy cierto. Aunque lo de señora era por respeto, Andy había visto a mujeres mucho más grandes ser llamadas señoritas. La mamá de Daniel aparentaba unos veinticinco años y vestía con falda y chaqueta, elegantemente. Era alta, de piel clara y una frondosa cabellera negra le enmarcaba un rostro hermoso, de grandes ojos, nariz respingona y labios gruesos y carnosos. Solo unas ojeras ensombrecían su belleza.
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Editado: 26.05.2022