La temporada de lluvias es de lejos la época que más aborrezco del año. Más de una vez me ha jugado malas pasadas, en las cuales los míos y yo hemos tenido que abandonar nuestro hogar para ir a casa de un pariente, en el mejor de los casos, y a un albergue, en el peor. La razón es sencilla, vivimos en terreno propicio a las inundaciones. No siempre fue así, de lo contrario no habría invertido mis escasos ahorros en tal propiedad. A un costado del terreno en el que vivo, hay un bajío, una hondonada natural que en lo más crudo del invierno siempre se llenaba de agua, pero sin perjudicar los terrenos circundantes. Esto hasta algunos años atrás. Muchos dicen que es por los cambios climáticos, en parte es cierto: ahora los veranos son más secos y cálidos y los inviernos más crudos.
Yo me inclino a creer que es por mi mala estrella.
Sí, por mi mala fortuna. ¡En mi vida he sido un tipo con suerte! Mi padre murió cuando yo tenía catorce años y mi hermano el mayor, que por demás está decir que lo odio con todas mis fuerzas, vendió la parcela de tierra y se fugó con la joven mujer del vecino y nuestro dinero. Desde entonces tuve que partirme el lomo de sol a sol trabajando para otros, apenas ganando una miseria. Pero conseguí ahorrar algo y compré el terreno en el que ahora vivo. Que mi mala estrella se encargó de convertir en tierra propicia a inundaciones.
Soy un tipo calmado, y aunque nunca he asistido a una iglesia, tampoco me han visto en una cantina y demás lugares de esta calaña. Pero a pesar de ello siempre me salen problemas con toda suerte de tipos, donde en el mejor de los casos consigo un ojo morado, en el peor, que me corran de algún trabajo en el que por fin empezaba a despuntar. Fui feliz un tiempo cuando me junté con Ana, una joven preciosa codiciada por muchos pero que me había elegido a mí. Hasta que se fugó con un vecino, el mismo al que mi hermano le robó la mujer (razón por la que lo odio más), y me dejó con dos niños de tres y dos años.
Que me aspen si no soy un tipo con mala estrella.
Y ahora empieza el invierno de nuevo. Lluvias, truenos, relámpagos, vientos fuertes, la luz que se va y una lámina vieja que no deja de gotear. Se los aseguro que la perspectiva es para entristecer a cualquiera. Por suerte mis hijos, que ya tienen siete y seis años, ya saben nadar como lagartos, por lo que no se me ahogarán si la inundación nos sorprende mientras dormimos. Parco consuelo para un tipo como yo.
Para mi sorpresa, el primer mes de lluvias transcurre de forma atípica. Lo que antes eran lluvias, si bien no torrenciales, sí continuas, ahora son esporádicas, a veces limitándose a finas lloviznas. Sonrío como bobo todas las mañanas al quitar la tranca de la puerta y ver que en el bajío hay poca agua acumulada. Quizá después de todo este sea un año de esos en los que no tengo que salir corriendo como pollo al que se le mete un tacuazín en el gallinero. Pero en el fondo no me confío. Ya lo saben, soy un tipo con mala suerte.
Y es como si la hubiera llamado. Mi mala estrella siempre aparece cuando parece que todo irá bien.
Todo empieza un lunes de finales de agosto. Ando arando el campo de un amigo de mi difunto padre para ganar el sustento diario, cuando empieza a lloviznar. Al principio le resto importancia al asunto, pienso que pasará pronto, y sigo trabajando. El cielo está gris en esos momentos, pero al rato, a una velocidad pasmosa, casi dramática, densos nubarrones negros empiezan a tapizarlo y se dejan oír los primeros retumbos de los truenos. Una tristeza abrumadora me empieza a poseer y la certeza de que se viene una tormenta de las buenas empieza a hacerse realidad. Sufro escalofríos, sudo de miedo, impotencia y cólera y empiezo a maldecir mentalmente. Y con un retumbo lejano, la tormenta se desata sobre mi aturdida cabeza.
Imposible seguir trabajando. Cojo mis herramientas y busco mi vehículo para regresar a casa; una vieja bicicleta que me ha acompañado desde los tiempos en que era soltero. Regreso a casa llorando, de modo que mi visión es borrosa, sumado a la oscuridad que las negras nubes proyectan sobre la tierra, hagan de cuentas que casi no veía nada.
De regreso en la aldea paso en casa de mi madre para recoger a mis hijos, quienes con temor se aferran a las faldas de su abuela. Me quedo en el corredor, chorreando agua, tiritando de frío, pensando en lo rápido que se ha de estar llenando el bajío junto a mi casa. Mi progenitora me ofrece una taza de café, esperando con ello hacer que me quede hasta que la tormenta se diluya. La acepto y me quedo, pero no estoy tranquilo, apenas pruebo la reconfortante bebida.
Cuando por fin cesa la tormenta, la humeante taza de café está casi tan fría como una lápida. La dejo en el pasamanos del corredor y me subo a la bicicleta para ir a mi casa.
―Es mejor que se queden los niños ―digo a mi madre―. Vengo por ellos al rato si la casa es habitable.
Mi madre sólo asiente.
El camino de tierra presenta al menos diez centímetros de agua, de modo que la bicicleta crea pequeñas olas a mi paso. Desconsolado pienso que toda esa agua irá a parar a la cuneta junto a mi casa.
Cuando llego soy recibido por un coro de ranas y suspiro aliviado al ver que el hoyo sólo está lleno en tres cuartas partes. Sé que crecerá un poco aún, pero que si no vuelve a llover no afectará la casa. Muy a mi pesar sonrío con amargura, y no puedo evitar pensar en la madre de mis hijos, y en lo qué hará con el imbécil que me la quitó.
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Editado: 26.05.2022