Historias de terror

Mi hermano Poulder (I)

Poulder me ha asegurado muchas veces que es ateo. Es mi hermano mayor, y como tal, no deja de tener sentido lo que dice. A veces pienso que tiene razón, y casi me convence, pero entonces pienso en la vastedad del universo, en el sinfín de cosas portentosas e inexplicables, en ese afán de la gente por buscar ayuda en algo más allá, en ese vacío que a veces sólo llenas rezando a algo que ni siquiera tienes la certeza de si es real o imaginario. Entonces hago oídos sordos a sus argumentos. No es que crea en ese Dios de los cristianos, o el de los musulmanes, o en algún otro al que la gente le ha puesto rostro y nombre, pero estoy casi seguro de que si estamos aquí es porque algo o alguien quiere que estemos.

Me parece que divago mucho.

El punto es que Poulder no cree en ningún dios, de la misma manera que asegura no creer en nada que escape a la comprensión humana. ¿La religión?, un invento para darle esperanza al proletariado y mantenerla tranquila. ¿Los milagros que ocurren entre los creyentes?, farsas para hacer creer a más gente estúpida, y algunas son dolencias tan irrelevantes que basta el efecto placebo. ¿Gente endemoniada?, más artimañas, y algunos locos. ¿Sucesos misteriosos, visiones de fantasmas?, imaginación de la gente en el mejor de los casos, y mentiras descaradas por un poco de atención, en otros.

Lo cierto es que Poulder no cree en cosas que no sean palpables o no sean demostrables mediante la ciencia. No es que él piense que no son reales, o no quiera creer, sino que, en verdad cree que nada de eso es real.

Tal es su descreencia que desde hace tres años se viene empeñando en cambiar mi pensamiento en uno igual al suyo. Al principio me pareció divertido, y una forma muy singular de demostrarme que no soy un cobarde, pero desde su primer intento todo ha venido subiendo de nivel, de audacia, de atrevimiento, y francamente, cada vez estoy más aterrado, y lo que es peor, empiezo a creer que lleva razón.

Cuando inició con su proyecto tenía yo quince años, y él diecinueve, ya una persona adulta. Todo dio inicio una noche de Halloween.

―Olvídate de los dulces ―dijo ese 31 de octubre entrando a mi habitación. Precisamente yo estaba preparando mi disfraz para salir con mis amigos―. Esta noche invocaremos fantasmas.

―¿Qué? ¿Por qué? ―recuerdo haber preguntado como un bobo.

―Pero vamos, cambia esa cara ―dijo, apaciguador―. No va a ocurrir nada, te lo digo yo que sé que esas cosas no existen.

―¿Entonces para qué invocar algo en lo que no crees?

―No, hermanito, no es que no crea, tengo la certeza de que no existen, que es diferente.

―Pero no respondiste mi pregunta.

―Muy fácil, para demostrarte que lo que digo es verdad. Empezaremos con los fantasmas y los espíritus, después, quién sabe.

Jamás creí que ese “quién sabe” pudiera transformarse en algo oscuro y aterrador.

―Podemos dejarlo para otro día ―le dije―, ya hice planes con mis amigos.

―Pasará un año antes de que haya otro 31 de octubre ―comentó―, he estado leyendo a un montón de bobos investigadores y personas que se creen brujos y a otro puñado de gente igual de loca, y muchos coinciden en que la noche de Halloween es el mejor momento para contactar fantasmas y esas cosas. Mejor aún, iremos al cementerio.

La mención de la palabra cementerio fue lo que llamó mi curiosidad, más que lo de invocar fantasmas. Siempre le he tenido miedo a los cementerios, pero la idea de comprobar todas las historias que circulan en torno a éstos, acompañado de la ecuánime figura de mi hermano, me convenció.

―Anda, vamos pues ―acepté.

No fue difícil escabullirnos en el cementerio. Por más que Halloween sea un ir y venir de gente disfrazada de monstruos, la mayoría no se atreve a acercarse a estos lugares. De manera que nuestro camino aparecía despejado, sin más compañía que el canto de los grillos, el ocasional ladrido de algún perro, y nuestras sombras proyectadas por la argéntea luz de un cuarto creciente. Sin olvidar, por supuesto, mi creciente terror y el martilleo de mi corazón.

 Saltamos el muro aupándonos en unos tocones viejos, puestos allí por alguna pareja calenturienta que no tenía para el hotel, o por algún desquiciado como mi hermano, quizá él mismo. Caminamos entre filas desordenadas de panteones, mi hermano como Pedro por su casa, yo, aterrado y mirando con desconfianza cada sombra, cada recoveco, cada ruido por mínimo que fuera.

Poulder se cercioró que no estaba el vigilante cerca y pateó varias tumbas con rudeza, metiendo tanto jaleo que le habrían oído los muertos. Precisamente era lo que quería, que los muertos lo oyeran, que se levantaran y le hicieran pagar el escándalo que hacía. Pero no se levantó ningún muerto, como sabía que ocurriría. Me tuvo largas horas entre las tumbas, caminando, imprecando contra los muertos, retándolos, meando en las cruces y epitafios, incluso se cagó en la efigie de uno. Yo solo actué como observador, pero debo reconocer que cada vez me sentía más tranquilo, pronto empecé a temer más a la aparición del vigilante que a la posibilidad de que algo sobrenatural ocurriera.

Hacia la media noche mi hermano vertió en el suelo el contenido de su mochila. Velas, tiza, un encendedor, un libro de tapa oscura con la representación de un pentagrama en la portada y unas cintas rojas. Recuerdo que dibujó un pentagrama en el suelo, puso una vela en cada una de sus cinco puntas y en cada vela una cinta roja. De las oraciones que recitó no recuerdo nada, al menos creo que no fueron en español. Solo recuerdo que mientras recitaba, un aire frío, salido de la nada, nos envolvió cual mortaja. Durante largos minutos tuve miedo, y me encomendé a Dios para que la necedad de mi hermano no nos hubiese llevado a la perdición. Lo cierto es que no ocurrió nada más, y mi hermano terminó la noche con una sonrisa de oreja a oreja.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.