«¡Ni que sea mi única hija, ni que nada! ―maldecía para sus adentros Ramón Cáceres, el padre de Daniela― ¡Si resulta que es cierto la mato porque la mato!»
En la calle hacía un frío de los mil demonios, el viento agitaba los arbolillos que bordeaban las cercas de las casas vecinas, y en el cielo, un cuarto creciente, apenas una rendija, se humillaba y se escondía entre negras y gordas nubes; como si también temiera la cólera de Ramón.
«¡Mira que jugar a verme la cara! ¿A mí?, que me desvivo por ella, que la mimo como a nadie, que no la dejo ensuciarse las manos, que la trato como a una princesa. Pero dejad que les ponga las manos encima.»
Eran las nueve de la noche. Había muchos transeúntes yendo a algún lugar o volviendo de ellos, muchos eran amigos o conocidos, estaba seguro de que lo saludaron, pero él no estaba para tales tonterías en aquellos momentos. De todas las casas escapa luz por las ventanas, y en la mayoría había lucecillas y en una que otra hasta música navideña. Era diciembre, y aunque la luna era una pálida imitación de ella misma, las calles estaban lo suficientemente iluminadas como para poder ver sin ninguna dificultad.
Y era gracias a esas lucecillas que se habían dado cuenta. Él no por supuesto, él había confiado en su niña, hasta esa noche.
Se había tomado unos tragos de whisky en casa de su amigo Hardy, como otras tantas veces, y se preguntó desde cuándo ocurría aquello. El hijo de Hardy, un muchacho de diecisiete años pareció sorprendido cuando lo encontró frente a la chimenea de su casa, hablando muy tranquilo con su padre.
―¡¿Señor Cáceres?! ―exclamó más que preguntar.
―¿Qué sucede, chico?
―Nada, bueno, es que juraría que se encontraba en su casa.
―¿Por qué lo dices?
―Vengo de visitar a unos amigos, y precisamente su casa queda a mitad de camino. Vi una sombra en su jardín lateral.
El barrio en el que vivían era sin duda el más seguro de la ciudad, y quizá del país. Allí nunca ocurría nada digno de mención. En ningún momento pensó que se tratase de un ladrón. Ya sentía la rabia rebullir en su interior.
―Tal vez era Daniela dando un paseo ―aventuró.
―¿A estas horas? ¿Con este frío? Además, estoy seguro que era una silueta masculina…
―Ya basta, muchacho ―le interrumpió su padre―, ya has dicho bastante.
―Me tengo que ir ―dijo Ramón Cáceres. Y se levantó.
―Te acompaño ―se ofreció Hardy.
―No.
No dio un portazo al salir porque no era su casa. Tampoco su puerta. Y se había echado a andar. Sólo tenía que caminar cinco manzanas. Ya había caminado cuatro, en unos tres minutos. Iba dando largas y rápidas zancadas. Sin embargo, esos tres minutos habían bastado para imaginar diferentes escenarios, de los cuales, la mayoría, lo hacían rebullir de rabia.
Cuando llegó a su casa las luces estaban apagadas. Cruzó la verja del jardín del frente, las bien engrasadas bisagras no hicieron ningún ruido. Alrededor todo estaba silencioso, la musiquilla navideña de una casa vecina era lo único que irrumpían en aquella quietud, lejana y débil, lo que le daba al entorno un aspecto ominoso. De todas formas, Ramón cruzó la vereda de piedras a grandes zancadas, pero silencioso. Su intención era sorprenderlos.
Abrió la puerta con sigilo. Esta no hizo ningún ruido. El interior estaba más silencioso que fuera, y totalmente oscuro. Esperó un minuto hasta que la vista se le acostumbró a la oscuridad y pudo distinguir las siluetas de los muebles, del sofá, de los estantes, de las escaleras… Caminó más despacio esta vez, no quería meter ruido, ni tropezarse con nada por accidente.
Cuando iniciaba el ascenso de las escaleras los escuchó. Dos voces susurrantes, suaves, apenas audibles. No distinguía lo que decían. Pero era claro que se trataba de la de su hija, y de la de alguien más, ¡de un hombre! La rabia rebulló en su interior aumentada por cien. Olvidó el sigilo y se echó casi a correr escaleras arriba. Tropezó. Soltó un gemido al lastimarse el vientre con un escalón y se oyó en revuelo en la habitación de su hija.
―¡Mi padre! ―oyó que susurraba, aterrada.
Ramón se levantó adolorido, pero se echó a correr. No iba a dejar que ese maldito escapara.
Giró el pestillo de la puerta, pero tenía llave.
―¡Daniela! ¡Abre inmediatamente! ―gritó―. ¡Y dile a ese maldito que dé la cara! ¡Que me mire antes que le de tal azotaina que nuca volverá a acercarse a ti!
―¡No! ―gritó su hija.
―¡HE DICHO QUE ABRAS!
Cuando la joven lo dejó pasar, hecha un mar de nervios y aterrada, el tipo ya se había ido. Ramón Cáceres prendió la luz y vio el rostro de su hija surcado de lágrimas, temblaba como los resortes de un coche viejo. Ramón le asestó tal bofetada que la tiró hasta la cama. Ella se echó a llorar. Esperó un minuto antes de ponerse a hablar, si lo hacía antes, gritaría con tanta fuerza y rabia que seguramente lo escullarían los demás vecinos, y él no tenía fama de ser un hombre furioso ni escandaloso. A pesar de tomarse su tiempo, cuando habló, lo hizo aún con mucha rabia y volumen.
―¿Desde cuándo? ¿Qué te he hecho? ¿Por qué me has visto la cara de idiota? Y, sobre todo, ¿Quién es él? ¿Qué han hecho?
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Editado: 26.05.2022