Historias de terror

Discusión antes de medianoche (II)

―No. Te juro que no papá. Sólo viene a platicar.

―¿A platicar?

―Sí. Y quizá un casto beso. Pero te juro que nada más. Créeme papá. Te lo juro por la memoria de mi madre.

―No jures en nombre de esa maravillosa mujer, que podría verte desde el cielo y ver las desvergüenzas que haces ―dijo.

Hizo ademán de volver a abofetearla, pero se contuvo en el último instante.

―¡Anda, hazlo! ―le retó su hija―. Es lo que siempre haces cuando hago algo mal. ¿Cómo quieres entonces que te presente a alguien si siempre reaccionas así?

Esta vez el movimiento no se quedó en un amago. La mano restalló contra la roja mejilla, haciendo caer a la muchacha. Era un castigo por su insolencia, pero en parte porque en el fondo sabía que era cierto lo que había dicho.

―Mañana seguimos hablando ―dijo―, aún me tienes que decir quién es el bastardo que me ha estado viendo la cara.

―¿Hablar? ¿A esto le llamas hablar? ¿Abofetearme cada que digo algo que te disgusta, cada que digo una verdad?

Ramón cerró la puerta de un fuerte golpe. Las lágrimas le escocían los ojos y las dejó salir. Lloraba de rabia, de impotencia, porque se acordó de su mujer, y, sobre todo, por imaginar a algún imbécil tocando a la niña de sus ojos. Pero lo mataría, por Dios que lo mataría.

Fue a su estudio y destapó una botella de whisky. Se sirvió un trago y se lo tomó de golpe, luego otro, pero después del tercero se detuvo. Emborracharse no solucionaría nada, nunca lo hacía.

*****

Más tarde regresó a la habitación de su hija. Lo había pensado largo y tendido. Su hija había actuado mal, eso era muy cierto. Pero también era cierto que a pesar de todo lo que le daba a manos llenas, no había sido un buen padre. La había golpeado demasiadas veces y demasiadas veces le había exigido no verse con ningún chico. Pero qué esperaba, ella era una adolescente. Si la aconsejaba en lugar de golpearla, si le pedía que le dejara conocer a ese muchacho para dar su veredicto (porque no iba a dejar que anduviera con alguien con perspectivas de fracasado, eso seguro), quizá ni le había mentido y no se había acostado con él a sus espaldas. Quizá, tantos quizás.

Pero cuando entró a la habitación lo único que vio fue el rayito de luna que pendía en el cielo, y las cortinas de la ventana abierta que aleteaban ligeramente. Sintió que el corazón se le detenía. ¡Su bebé se había fugado! Maldito fuera. Y todo era su culpa. Puede que, con el chico de esa noche, o sola y desamparada. Buscó su móvil en los bolsillos y llamó al número de ella. Dio un brinco cuando el teléfono sonó en el buró, a dos metros de él. Maldijo entre dientes. Tampoco se había llevado el celular.

Acongojado caminó hasta la ventana. Quizá estaba abajo, sola y llorando entre las flores. Y entonces la vio. Estaba en un viejo columpio al que siempre iba cuando estaba triste, o cuando él la golpeaba. Sintió que su corazón se desgarraba, por tristeza y alegría a partes iguales. Estaba sola y necesitaba su amor no su ira, y la había encontrado casi antes de empezar a buscarla. Nunca se lo habría perdonado si por su culpa ella lo hubiera abandonado.

 Con lágrimas en los ojos bajó aprisa las escaleras, fue a la puerta trasera y corrió hacia el jardín, rebosante de amor paternal. El columpio se movía y rechinada con cada vaivén. ¡Pero estaba vacío!

―¡Daniela! ―dijo. El miedo y la tristeza de pronto lo abrazaban a partes iguales―. Mi amor, ¿dónde estás?

No obtuvo respuesta. Tampoco se la veía por ningún lado. ¿Habría escuchado que iba hacia el jardín y había corrido? No sabía por qué, pero algo le decía que esa suposición no era la correcta. ¿Y por qué hacía frío? ¡Dios, que frío hacía!

―Daniela, amor ―llamó de nuevo―. Ven conmigo y dame un abrazo. Lo siento, no debí golpearte. Perdóname, no volverá a suceder. Pero no me asustes, sal de tu escondite.

La vibración del celular en su bolsillo le arrancó un nuevo brinco. No conocía aquel número. De todas maneras, contestó.

―¿Señor Cáceres? ―preguntaron al otro lado de la línea.

―¿Quién habla?

―Soy de la policía, señor, es sobre su hija.

―¿Mi hija? ¿Qué tiene que decir sobre mi hija? Ella está aquí.

―¿Allí? ¿Está seguro?

―Bueno, no. Estaba hace rato…

―Señor ―le interrumpió el oficial, su voz se tornó grave―. Su hija está muerta. Testigos aseguran que lloraba desconsoladamente cuando un camión la atropelló…

El celular de Ramón Cáceres cayó al suelo, único ruido en aquel jardín desolado. La noticia era desalentadora, pero lo que hizo que su celular cayera fue el frío, un frío espantoso, en especial en el cuello… su cuello, algo se lo sujetaba, lo apretaba. Entonces se dio cuenta de que lo estaban ahorcando. Se revolvió con fuerza y logró zafarse de su atacante. Se dio la vuelta para contraatacar.

Su rostro adquirió un rictus de horror y pena cuando vio que su atacante no era más que el maltrecho y atropellado cuerpo de Daniela.

Gritando totalmente aterrado se echó a correr. Huyendo de la hija que hace unos instantes buscaba.




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