Historias de terror

Extraños presagios (II)

Soñó con el gavilán. Pero al instante siguiente ya no era el gavilán de la tarde, sino uno inmenso, monstruoso, con púas en las patas y en las alas, que se cernía amenazador sobre su amigo Javier. Cuando las garras alcanzaron su rostro, Gilberto despertó. Sudaba y respiraba de forma entrecortada, aterrado.

Por la mañana, sólo se tomó un café y corrió hacia su celular abandonado en la cabecera de la cama para hacerle una llamada. Esperaba que Javier ya se hubiera despertado. El teléfono al otro lado ni siquiera timbró, lo mandó directamente al buzón de vos. Gilberto dejó un mensaje escueto, en el que le pedía que le llamara en cuanto escuchara el mensaje. Aquél sueño lo había dejado preocupado, en serio temía por la seguridad de su amigo.

Pasó más de dos horas pegado al teléfono, esperando una llamada que nunca ocurrió. Al cabo de un buen rato se dio por vencido, tomó un libro y se fue a sentar junto al tronco de una ceiba, en el bosquecillo que quedaba atrás de la mansión. Logró leer las primeras líneas, pero después se volvieron opacas a su vista y su mente se encontró vagando en regiones que nada tenían que ver con el libro que sostenía en las manos.

Miraba al cielo, donde el sol brillaba y el viento suave pero continuo desplazaba las nubes, como mansas aves planeando. En un momento dado le pareció que una nube tenía forma de calavera humana. La miró sin apartar la vista. Allí estaba, los ojos eran dos cuencas oscuras y los dientes parecían perfectamente definidos, definidos en una sonrisa de muerte, en una sonrisa que le era familiar. La calavera abrió la boca y Gilberto retrocedió espantado. Cuando volvió a ver, la nube era solamente otra entre tantas. Ni siquiera tenía forma definida.

Estaba preocupado. Y eso le hacía imaginar cosas.

Sacudió la cabeza con parsimonia, en un fútil intento por alejar los pensamientos ominosos. Fue entonces cuando vio al pequeño conejo, era blanco con ojos rojos, y estaba inmóvil, como una estatua, o como un animal disecado. Era igual a los que había en las jaulas de la mansión, a lo mejor se había escapado. ¿Pero por qué no se movía?

Lo descubrió al instante siguiente. Una serpiente, era una boa, de esas que en la región la mayoría llama “mazacuata”. Una muy grande, por cierto, al menos dos metros, y tan gruesa como un tronco. Se deslizaba en silencio sobre la capa de hojas húmedas, sin fijarse en él. El conejo despertó de su letargo, dio un salto en dirección contraria, pero la culebra se estiró como un resorte. Gilberto se puso de pie con un susto, entre asqueado y apenado por el pobre animalillo. Sus huesos tronaron cuando la culebra se los quebró con su cuerpo y después empezó a engullirlo.

Gilberto se alejó de allí con largas zancadas, sintiendo ganas de vomitar. Pero lo más molesto era una especie de desazón que se abatía sobre él. Sentía pena, miedo, tristeza y remordimientos. Pero no por el pobre conejillo. Durante un instante, cuando la boa hubo tragado el conejo, le pareció que, desde el estómago de la serpiente, emergía una voz pidiendo ayuda. Una voz harta conocida.

Caminó algunos momentos sin rumbo fijo. Descorazonado, no sintiéndose él mismo. ¿Era preocupación?, ¿Remordimientos? Y Javier que no llamaba para decirle que todo estaba bien. Empezó a pensar seriamente en regresar a la ciudad. Si en verdad el marido lo había descubierto saltando la cerca, entonces de verdad corría peligro. Él no podía protegerlo, pero de seguro era el único al que le había contado la aventura, de manera que lo justo era convencerlo de que abandonara la ciudad, al menos durante una temporada.

Sin darse cuenta había llegado a orillas del río, cuyo rumor le parecía una letanía lejana. Lo primero que vio fue el bulto, unos doscientos metros corriente arriba, no le era posible distinguirlo por la distancia y el movimiento de la corriente, pero de inmediato acusó un fuerte golpe en el corazón, como el que sufren los enamorados al descubrir a la persona querida en brazos de otro, sino peor.

Tenía aquel bulto una forma que hacía que el corazón se detuviera, cómo se movía daba la sensación de ser algo premeditado, algo destinado a sembrar el miedo en quien lo mirase. Y sobre todo traía silencio, un silencio cargado de dolor y reproches, un silencio que había acallado el trino de las aves y el arrullo del río. Gilberto se descubrió aterrado y tembloroso, temía la identidad que pudiera cobrar aquella forma que seguía acercándose, pero era incapaz de desviar la vista de él.

Se acercaba de forma lenta e inexorable, como tomándoselo con calma. Al cabo de un minuto, una idea que había ido tomando forma en la confusa mente de Gilberto, cobró forma de realidad. El bulto en cuestión tenía forma humana. Sintió ganas de salir corriendo, no quería ver aquello pues tenía miedo. Al final nunca supo si lo intentó, porque cuando el cadáver pasaba frente a él, seguía plantado en el mismo sitio con temblorosas piernas.

La identificación del cadáver le hizo caer de hinojos, las piernas como gelatina. Era una figura familiar ¡Era Javier! Estaba cubierto de sangre y las cuchilladas le habían abierto tajos en todo el cuerpo. El rostro lo tenía deforme y cubierto de sangre y cortes. Sus ojos estaban abiertos, y durante un aterrador instante Gilberto tuvo la impresión de que lo miraban, juzgándole, culpándole…

La vibración del celular le arrancó un sobresalto. Lo extrajo del bolsillo para leer el mensaje de texto que había recibido, como una excusa para apartar la vista del cadáver de su amigo. El remitente se identificó como hermana de Javier.




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