Historias de terror

Fantasmas de medianoche (I)

Lo primero que recordó fue las luces. Después, mucho después, el ruido de unos neumáticos chirriando contra el asfalto de la carretera. A continuación, el fuerte impacto… posteriormente vino la negrura.

Después no recordaba nada. Excepto las horas que antecedieron al accidente. Recordaba haberse reunido con dos primos, Esdras y Antonio, y dos amigos, Carlos y Enrique. Era veinticuatro de diciembre, Noche Buena. Él, Daniel, condujo hasta un bar de renombre en la ciudad, de esos a los que el proletariado no puede entrar, a menos que reúnan el sueldo de al menos tres quincenas. Pero ellos sí se podían darse ese lujo, más a menudo de lo que el resto de la gente pensaría.

En el bar se habían chocado, por casualidad, con unas amigas y se lo pasaron de lo lindo. Antes de empezar a beber, le advirtió a los demás que no debían abusar de la bebida, que recordaran que antes de la media noche tenían que estar en casa de sus padres, o éstos no se lo perdonarían. De más estaba decir que ya en la mansión de su familia podrían embriagarse hasta perder el conocimiento.

De más está decir, también, que los demás apenas si le oyeron; estaban más atentos a las hermosas chicas que a su acertado consejo. Prueba de ello fue lo rápido que se tomaron la primera botella de whisky, de la cual, Daniel sólo bebió dos tragos.

Con la segunda botella empezaron las charlas subidas de tono, y ya pronto se encontraron discutiendo y filosofando como sólo los ebrios lo pueden hacer, sin tener en cuenta las manos que se deslizaban entre los escotes y las piernas de las muchachas. La chica al lado de Daniel se arrimaba contra él, pero él se sentía fuera de lugar y se limitaba a sonreírle, como excusándose.

Para fortuna de Daniel las diez de la noche llegaron antes de que se terminaran la tercera botella, pagó la cuenta con su tarjeta dorada, y sentenció que no habría más alcohol hasta que llegaran a casa de sus padres, dónde también estarían los padres de Esdras y Antonio, quienes seguramente no saltarían de alegría al ver a sus vástagos llegar cayéndose de borrachos. Remolonearon, discutieron, amenazaron con quedarse y no ir a la estúpida reunión de familia, pero al final accedieron, se echaron abundante agua fría en la cara y lo siguieron afuera. Las muchachas les secundaron, pero Daniel las paró en seco y les dijo que no podían ir, era sólo para familia.

―Pero ellos dos no son familia tuya ―señaló una de ellas, refiriéndose a Carlos y Enrique.

―Viejos amigos ―dijo Daniel, encogiéndose de hombros, importándole un comino las ebrias muchachas―, es como si lo fueran.

―¿Y nosotras qué? ―terció otra muchacha.

―¿Y a mí qué? ―replicó Daniel, molesto―. ¿Acaso yo os traje? No, ¿verdad? Así que mirad por vuestra cuenta que hacéis. Nosotros nos vamos.

Caminó con largas zancadas y subió al coche aparcado no muy lejos de allí. Las chicas le gritaron, ninguna cosa grata, pero cuando puso en marcha el motor, ya no recordaba las imprecaciones.

―Fuiste muy grosero con ellas ―dijo Esdras, un rato después, mientras salían de la ciudad.

Daniel estaba molesto. Que lo acusaran de ser grosero e injusto, su propio primo, era algo que no estaba dispuesto a soportar.

―¿Quieres quedarte e ir con ellas? ―le increpó― Me detengo y sales del auto si es lo que quieres. Por mí no hay ningún maldito problema.

―Tranquilo, Carl ―intervino conciliador Enrique.

―No me tranquilices ―gritó Daniel. Era cierto que no había tomado como el resto de los chicos, pero mentiría si aseguraba que no sentía la cabeza un tanto embotada―. Puñado de idiotas. Les dije que no se fueran a pasar de copas, y van, y es justo lo que hacen. Debería dejarlos a todos tirados a mitad de la calle. Hay de ustedes si llegan trastrabillando ante mis padres.

Todos ellos eran de familias acomodadas, pero en ningún caso hacían siquiera sombra a la de Daniel. Él era la mina. Y aunque estuvieron tentados de responder también de forma airada, sabían que no valía la pena, necesitaban más de Daniel que él de ellos.

―Lo sentimos ―dijo Antonio, que iba en el asiento del copiloto―. En lo que llegamos a la reunión se nos pasará un poco. Estaremos como nuevos cuando tus padres nos saluden.

―Más les vale.

*****

―Conozco ese auto ―dijo Antonio un buen rato después. El reloj digital del auto marcaba las once en punto de la noche―. Es de las chicas.

―¡Qué! ―exclamó el resto, casi al unísono.

Carlos sacó el rostro por la ventanilla, y rio extasiado.

―Sí, es cierto, ahí vienen ―dijo.

Daniel miró por el retrovisor, hizo un mohín y chasqueó la lengua, enfadado.

―¡Malditas, crías! ―dijo, y dirigió una mirada iracunda a su compañía, seguro de que la culpa la tenían ellos―. ¡Y me doy cuenta hasta ahora!

Ya habían dejado la ciudad atrás. Avanzaban entre la campiña, sin posibilidad de coger calles alternas para perderles el rastro. Daniel estaba que reventaba de rabia.

―Si quieres detén el auto ―dijo Antonio―. Conversaremos con ellas. Las convenceremos para que regresen a la ciudad.

―No ―atajó Daniel―. Iremos a máxima velocidad y conseguiremos cerrar el portón de la hacienda en sus caras.




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