Denia despertó poco más tarde, según verificó al constatar la hora poco después. Estaba de vuelta en la cama, cubierta por una sábana, con un paño húmedo sobre la frente. Su esposo la miraba desde el otro extremo de la habitación, sentado a horcajadas en una silla puesta del revés.
―¿Te encuentras bien? ―preguntó cuándo se dio cuenta de que estaba despierta.
Sentía dolorida la cabeza, y no estaba segura de que su cuerpo le obedeciese por completo. Aun así, asintió.
―¿Qué fue lo que pasó? ―preguntó Román. Aunque por el tono de su voz, Denia estaba segura de que conocía la respuesta―. Escuché a Ryan llorar, luego gritaste tú ―relató―. Cuando fui a ver, estabas desmayada junto a la ventana y Ryan lloraba desconsolado en el patio.
Denia le preguntó si el niño estaba bien. Román le respondió que sí. Entonces le contó a su esposo lo ocurrido, desde las risas de la primera vez, hasta la mujer de esa noche, incluido el cúmulo de emociones que había sentido antes de perder el conocimiento. Cuando terminó, se quitó el paño húmedo y lo dejó en el cuenco sobre la cómoda. Entonces recordó el rostro blanco y terso.
―¡Era tú esposa! ―exclamó al comprender lo aterrador de lo que había visto― ¡La mujer que murió hace dos años!
Su esposo no había comentado nada, ni cambiado de semblante, mientras le relataba lo acaecido. También se mantuvo impertérrito cuando aseveró que la mujer de vestimenta plateada era su esposa muerta.
―Lo siento ―dijo al final su esposo―. Creo que tendría que habértelo contado desde antes de casarnos. Pero es que… ―de pronto parecía tan vulnerable, tan perdido, como si no supiera ni él mismo de lo que estaba hablando. Denia sintió ganas de abrazarlo. No se movió de la cama―, verás, ¿cómo iba a contarte algo así? Podrías tildarme de loco, o peor aún, cancelar nuestra boda.
―Tontito, cómo no iba a casarme contigo, no ves que te amo ―le sonrió con dulzura.
Román le sonrió con amor. Entonces le contó todo.
―Ryan y Rita ―la difunta se había llamado Margarita― siempre estuvieron muy unidos, nunca se separaban, pero es lógico ¿no?, después de todo, él apenas iba a cumplir cuatro años cuando ella murió ―Margarita había muerto de una enfermedad en el corazón, eso sí se lo había dicho a Denia―. En los primeros días de viudez, creí que también iba a perder a mi pequeño. No comía, no hablaba, no jugaba, no daba brinquitos con las caricaturas, nada, parecía que su alma se hubiese ido con su madre. Primero la niñera, después mi madre y yo, por último, una decena de doctores, todos intentando reanimarlo, hacerlo comer, que volviese a ser el niño de antes. Apenas si hacíamos que comiera lo suficiente para no morir de inanición.
»Fueron los dos meses más largos de mi vida. Incluso dejé de ir al trabajo para quedarme con él, para asegurarme que comía siquiera lo mínimo. Pero estaba escuálido, ojeroso, se le notaban los huesos en la piel, y no sentía atracción por nada en el mundo ―Román hizo una pausa, se limpió las lágrimas de los ojos. Denia aprovechó para cambiar de postura en la cama―. Por sus sueños, por las pocas veces que habló ―continuó―, sabíamos que el origen de sus males era su madre, la ausencia de ésta, mejor dicho. La extrañaba, la quería a su lado, nunca había hecho nada sin ella, y a pesar de todos nuestros esfuerzos, no conseguimos que dejara de necesitarla.
»Hasta que una noche, harto ya de tanto sufrimiento, clamé, clamé como nunca lo había hecho y le pedí con fervor a Dios que me diera los medios para recuperar a mi hijo o me lo quitara, ya no soportaba verlo así. La mañana siguiente, Ryan se levantó con mejor humor, y con mucho apetito. Dos semanas después era el niño risueño y sano de siempre.
»Así como tú, yo también me aterré al enterarme de la causa de su mejora. Me costó mucho asimilarlo. Hasta que charlé con ella.
―¿Charlaste con ella? ―repitió Denia. Era la primera vez que interrumpía a su esposo desde que comenzó con el relato. Román asintió― ¿Con un muerto?
Román volvió a asentir.
―Ella vio lo que le ocurría a nuestro hijo ―continuó Román―. Así que pactó para poder venir a verlo, a consolarle. Me prometió que no duraría para siempre, sólo hasta que el niño aprendiera a vivir sin ella, hasta que se acostumbrase a su ausencia. A cambio yo guardaría el secreto y no pediría ayuda, como un exorcismo o cosas así.
―¿Y viene siempre que quiere, o tiene fechas específicas? ―quiso saber Denia.
―Viene siempre que el chico está triste, cuando necesita el abrazo y la alegría de su madre.
―¡Todo esto es terrible! ―dijo Denia.
―Lo es ―corroboró Román―. Pero ahora hay una figura materna en la casa ―la miró con esperanza―. Ojalá todo cese pronto.
Denia comprendió lo que le estaba pidiendo.
―Lo intentaré de todo corazón ―le prometió―. Pero recuerda que no soy su madre.
No sabía todo el terror y dolor que aquella promesa iba a causar.
―Lo sé ―dijo su esposo.
Durante un tiempo las risas en el patio trasero, cuando ya todos dormían, fueron algo normal. A pesar de la aparente normalidad en ello, a Denia siempre le erizaban los vellos.
Hay que recordar que uno de los autores era un fantasma.
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Editado: 26.05.2022