Historias de terror

La dama del camposanto

Diego despertó entre tumbas. Durante un aterrador instante llegó a creer que estaba muerto. Los panteones y las lápidas lo cercaban como un enjambre, y los epitafios, parecían hormigas danzantes a la luz de la luna. La cabeza le dolía, y el malestar de su estómago resultaba atroz. Tal vez eso de estar muerto era doloroso.

Pero luego recordó que estaba vivo. Con una resaca que amenazaba con volverse un tormento, pero vivo. Lo de la resaca era casi un alivio. Sí, ya recordaba qué hacía allí.

«Salvé la vida», pensó.

Se puso de pie y observó su alrededor. Estaba en el centro mismo del cementerio municipal: un amplio terreno atestado de tumbas desiguales. Lo que estas guardaban en sus putrefactos vientres lo hizo estremecerse. Estaba rodeado de filas y filas de tumbas, con tortuosos pasillos para moverse entre ellas.

Todo estaba silencioso.

Cuando huía de aquél trío de borrachos que intentaban darle la paliza de su vida, tras la trifulca que se había armado en la cantina, el camposanto le había parecido el lugar más acogedor del mundo. Acogedor y seguro. Había saltado la cerca, se perdió entre el laberinto de panteones, y la borrachera lo había hecho dormirse como un bebé sobre la dura superficie de uno de aquellos sarcófagos de restos mortales. Ahora, el pensamiento de que había dormido sobre una tumba, le causaba desosiego. Y desde luego, no le parecía un lugar acogedor.

«Al menos hay luna», se consoló, mirando el luminoso satélite redondo que señoreaba en el cielo, venerada por su cortejo de nubes. «Me será más sencillo encontrar el camino».

Rodeándose los hombros con los brazos, bajó de un salto del panteón sobre el que había dormido y se echó a andar. Pensó que debía de ser de madrugada, porque el frío era vigoroso.

El suelo era de gravilla y césped, y sus pies hacían crujir la superficie con cada paso. Era el único ruido en mil millas a la redonda, al parecer de Diego. Las tumbas, con sus cruces, lápidas y epitafios, eran mudos testigos de su andar cada vez más nervioso. En esos momentos el camposanto parecía cualquier cosa, menos acogedor. A ratos tenía la impresión de que algo lo vigilaba. En otras ocasiones creía escuchar pasos ocultos tras el ruido de los suyos, pero cuando se detenía para escuchar, todo el maldito cementerio permanecía en silencio. Pero lo peor eran los panteones, parecían observarle con sorna, como si supieran algo que él ignoraba, algo que pronto lo haría caer. O quizá se abrían con sutileza y estudiado suspenso para que sus muertos salieran de sus tumbas y dieran buena cuenta de él.

Desde luego todo eran sandeces, imaginaciones de una mente aterrada. Aterrada y atontada por los restos del licor, y por aquel dolor punzante en las sienes. Sin embargo, tenía la impresión de que algo iba mal por allí.

Fue entonces cuando, ya con los nervios a flor de piel, tras dejar atrás un panteón especialmente grande, la vio. Estaba sentada en el borde de una tumba, las blancas piernas cruzadas, el rojo vestido de amplias mangas revoloteando con el viento, así como su cabellera negra. Sólo que, no había viento. Lucía una sonrisa enigmática que dejaba entrever una hilera de pequeños y blancos dientes. Todo eso Diego lo vio en menos de lo que tardó en dar un paso. Su pie trastrabilló y cayó de culo en la gravilla.

―No te emociones tanto cariño ―dijo la hermosa dama, cubriendo con el dorso de una mano esbelta y blanca, un asomo de sonrisa. Su voz era la voz más encantadora que Diego había escuchado: cantarina y embriagante. No era la voz de una mujer. Diego estaba aterrado.

Pero también era la mujer más hermosa que en su vida había visto. Aun sentada como estaba, se podía adivinar que era alta, esbelta, de cintura estrecha y caderas voluptuosas, con largas y torneadas piernas. Su rostro inmaculado tenía el color de la luna llena, y brillaba como tal. Sus labios eran gruesos y carnosos… seductores. Diego estaba aterrado.

Todavía en el suelo, Diego vio a la mujer ponerse de pie. Empezó a avanzar hacia él, sonriente. Se detuvo junto a sus pies y le tendió la mano, ofreciéndole ayuda. Diego se arrastró hacia atrás, aterrado.

―No temas ―dijo la hermosa dama.

―No eres humana ―acertó a decir Diego.

―No, no lo soy. ―La mujer ni se inmutó―. Pero no soy mala. Déjame ayudarte.

Diego se puso de pie por sus propios medios. «No es humana», el sobrecogedor pensamiento reverberaba en su cabeza. Sabía que su única opción era echarse a correr y salir de aquel maldito camposanto antes que ella lo cogiera.

―Ven conmigo… Diego. Te llamas Diego ¿verdad?

Y encima era uno de esos seres que parecían saber todo.

―Ven conmigo ―repitió la mujer―. Sólo quiero que pases esta noche a mi lado, entre delicias y suspiros. Y amor. ―Se mordió un labio de forma seductora. El cuello en forma de V, dejaba entrever sus blancos y firmes senos. Si de una mujer se hubiera tratado, cualquier mujer, Diego no lo habría dudado; pero ella no era una mujer, quién sabe lo que en realidad era.

―No ―dijo Diego. Ni siquiera sabía de dónde sacaba valor para articular palabras―. Sólo quiero irme a casa.

―Y te irás ―prometió la dama del camposanto―. No te pido mucho, solo unas horas de tu tiempo. Compláceme, y tu dicha será completa.




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