Historias de terror

Esas noches

En el devenir del mundo, en los eones pasados, en los presentes y en los que vendrán, las noches siempre han existido. Y así seguirá siendo, hasta que el mundo muera o se apague la estrella llamada Sol; entonces la noche será eterna. La noche es oscuridad. La noche es paz y calma. La noche es miedo y amor. La noche es refugio y cárcel. La noche es liberación y castigo. La noche es… ¡Tantas cosas!

Pero, hay noches y noches, algunas tan diferentes unas de otras como lo son del día. Hay noches de paz; esas en las que puedes salir y respirar el aire vivificador y puro que pasea entre el cielo y la tierra insuflando aliento y alegría. Hay noches descorazonadoras; esas en la que la pesadumbre se aposenta en tu corazón sin motivo aparente, esas en las que ni el aire y la belleza del cielo te insuflan calma sino más bien intranquilidad y melancolía, esas en las que solo piensas en un hombro sobre el cual llorar.

Hay noches y noches. Donde también están esas otras noches. Esas en las que cualquier llanto melancólico es mejor al miedo y a la incertidumbre. Esas noches donde algunos de los elementos se desatan con especial dureza sobre el mundo. Esas cuando el viento aúlla en las chimeneas y golpea con fuerza los postigos; que hace que los árboles se mezan y se curven en reverencias a aquél que los domina, que arrastra viejos periódicos por las calles, que consigue poner nerviosos a los perros y que los gatos se refugien en el interior de sus hogares. 

Esas noches donde las nubes negras cubren la luna y el mundo se torna negro. Donde las mentes más abiertas creen ver figuras en el cielo, sombras en las esquinas y árboles que sisean como si hablaran. Esas noches donde el guarda del cementerio no se atreve a salir de su choza porque percibe ruidos y voces inhumanas entre los panteones. Esas noches donde las madres llaman a gritos a los niños para entren a la casa, mientras con gesto preocupado miran al exterior, conscientes de que aquélla es una noche maligna, una de esas noches que ponen la carne de gallina y procuran sueños atormentados por pesadillas.

Cuando a la distancia se ve el relámpago partir el cielo, se sabe que esa será una noche especialmente mala. El viento aúlla, las nubes se vuelven negras y maliciosas derraman la lluvia sobre la tierra. La lluvia casi siempre es buena; es mala sólo cuando es derramada a propósito, para ocultar a aquellos que saldrán de sus lares para atormentar el mundo. Y esto sólo sucede durante Esas Noches.

El sol no lleva mucho tiempo oculto, pero ya todo en derredor se ha puesto negro. El viento aúlla, los perros esconden el rabo entre las piernas y gimotean aterrados. La lluvia repiquetea con fuerza en los tejados y en la calle. Las últimas parejas corren apresurados buscando el refugio de un techo; la mayoría creyendo que la lluvia es lo más peligroso que ronda afuera. Los árboles oscilan peligrosamente y las flores de los jardines sueltan sus pétalos, como arrancados por algo que no les tiene mucho aprecio.

Las preocupadas madres, esas santas mujeres, después de ver que todos sus pequeños están dentro, atrancan las puertas y las ventanas y proceden a preparar el guiso y el café. No dejan de lanzar ojeadas preocupadas al jardín, a través del único cristal que han dejado descubierto, unas esperando al esposo, otras a la hija o al hijo mayor que no ha vuelto de sus andaduras, mientras mentalmente rezan que nada malo les pase. Los pequeños, arrumados en la sala, tiemblan con cada embate del viento, se abrazan a sí mismos, y unos, muy susceptibles, creen oír demonios y espíritus malignos entre la lluvia.

Esas Noches son terribles. Hinchan los corazones de miedo, de fatalidad. La mayoría sólo percibe una noche de fuertes vientos y lluvia continua, una mala noche para estar afuera. Algunos intuyen, ya sea por miedo o superstición, que, entre el viento aullante y la infatigable lluvia, se mueven cosas incomprensibles para la mayoría, cosas aterradoras y peligrosas para los hombres (y en general para todo ser vivo), también intuyen que lo mejor que pueden hacer es permanecer en el interior de sus hogares. Por último, están aquellos pocos que saben lo que fuera anda suelto. Y lo que saben, simplemente es para morirse de miedo. No lo cuentan para que no los tomen por locos, unos inventan historias para aquellas cicatrices que consiguieron al enfrentarse a los demonios, pretextan alguna excusa para irse a sus dormitorios y cubrirse con amuletos y artilugios, tratando de asegurar su supervivencia. Pero no dicen lo que saben.

Afuera el viento sigue aullando, la lluvia no cesa. Las calles son arroyuelos y la tierra fango. La noche es negra, interrumpida esta continuidad sólo por los relámpagos que zigzaguean en el cielo.

En una habitación, en una casa, un anciano que ya luchó con los espíritus, aterrado vuelca un cajón tras otro. ¡No encuentra sus amuletos! Las manos le tiemblan, los dienten castañean, el corazón corre desbocado. Los espíritus y demonios no perdonan. Esas Noches son noches de caza, de sembrar terror. Aquellas víctimas marcadas, si no se protegen, serán las primeras en caer. El anciano, sigue buscando, sin resultado. Escucha las risillas, los gritos inhumanos. Mira hacia la ventana, ve cómo esta se comba hacia dentro y finalmente estalla. Los espíritus, figuras oscuras e informes, entran aullando. El anciano empieza a gritar. Los espíritus se dan un festín con su alma.

Los gritos del viejo se funden con el viento y la lluvia. Vagan por el aire como un eco, llegando a oídos aterrados. Las madres y los chiquillos se estremecen. Todos tienen miedo.

En otro lugar, un joven intrépido, sale a la calle. El viento hace restallar su capa y el agua le cala hasta los huesos. Pero esa noche tiene cita con su amada, no piensa fallar. En ningún momento se detiene a pensar que lo más probable es que ella no acuda al lugar de reunión. Su fe es ciega. O su estupidez es rayana en la inmensidad.




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