Historias de terror

La nueva mascota del vecino

Casi caigo de culo cuando vi al perro, amarrado a un poste en el jardín del vecino. Era un dóberman negro, de regular tamaño, con un muñón por toda cola. Pero lo que en verdad me alarmó fue un parche blanco alrededor de su ojo izquierdo. Mi vecino, dejó de rastrillar algunas malezas y me miró con gesto satisfecho.

―¿Te asusta? ―Preguntó―. Es mi nueva mascota.

Mi garganta, de tan aterrado y confuso como estaba, no logró articular palabra. De modo que me conformé con asentir.

―Entonces hice una buena elección ―sentenció, triunfante―. Por las noches lo dejaré suelto. ¿A ver quién se atreve a robarme alguna de mis flores en los días subsiguientes? ¿O crees que habrá algún valiente?

―No lo creo, señor ―le respondí, apenas recuperada el habla―. Tengo que irme. Su perro es… intimidador.

Casi corrí a la casa de al lado, que era donde yo vivía. Subí apresurado a mi habitación, sin ir a buscar a mamá para decirle que ya había vuelto. Mi mente era un caos en esos momentos. Sólo quería sentarme y pensar. Pensar en aquél perro. Dilucidar si en realidad era el que yo había visto antes o se trataba de una coincidencia. Pero apenas entrar a mi habitación, el perro seguía inmóvil donde lo había visto hacía un momento, con la única diferencia de que había girado el cuello, para que sus ojos miraran hacia la ventana de mi habitación, y su mirada era escrutadora, atemorizante, como una advertencia. Me di cuenta que no era una coincidencia.

El asunto es que ya había visto ese perro en el pasado. Una semana atrás, para ser más exacto. Lo que vi fue horrendo. Estoy seguro que, de habérselo contado a alguien, lo habrían tomado como una broma, o como delirios de un loco. Además, esa noche andaba de borrachera con los amigos de la universidad, y, aunque estaba seguro de lo que había visto, siempre mitigaba la fuerza de ese recuerdo, diciéndome que a lo mejor todo fue producto del licor.

Recuerdo que andábamos en la camioneta de uno de los amigos. Fuimos a la disco y a otros lugares de perdición. A eso de las dos de la mañana, decidimos regresar. No recuerdo cómo, pero al parecer, habíamos ido a terminar a uno de los bares más alejados de la ciudad. De modo que cuando regresábamos pasamos por algunos lugares totalmente deshabitados. Fue pasando por uno de estos lugares, que a alguien se le ocurrió gritar que quería orinar. A continuación, todos mis amigos gritaban lo mismo. Yo, quería hacer del dos.

Nos detuvimos frente a lo que parecía un basurero. Mis amigos bajaron y empezaron a orinar allí mismo. Yo caminé hacia dentro, buscando un lugar donde no me vieran los demás, acto seguido me bajé los pantalones y me puse a lo que iba.

En ello estaba cuando sentí el escalofrío, provocado por algo como una repentina ráfaga de gélido aire. Después vi al perro, que gemía y gruñía, agitando con frenesí el muñón de su cola. Pero no era por mí que el perro estaba agitado y asustado, lo más probable es que ni siquiera había reparado en mi presencia. Gruñía y lanzaba ocasionales dentelladas contra algún enemigo invisible. «¿Invisible o que sólo él puede ver?», pensé de inmediato. Procurando no alertarlo, me subí el pantalón sin siquiera limpiarme. En esos momentos estaba asustado, y no sabía bien por qué.

Terminaba de abrocharme un botón cuando vi la sombra, y su sola visión me llenó de espanto. Era una sombra informe y densa, que se movía a voluntad, sin que nada ni nadie la proyectara. Era ésta la que tenía tan asustado al perro.

Fascinado a la vez que aterrado, fui el mudo testigo de aquella silenciosa batalla entre perro y sombra, entre vida y muerte. El canino no tuvo ninguna oportunidad contra lo que sea que fuera aquella cosa. Sus ocasionales zarpazos y dentelladas no tenían ningún efecto contra aquel ser de sombra. Y esa cosa, cuando por fin se cansó de jugar con el animal, se abalanzó sobre él, envolviéndolo como un sudario. Los gemidos del perro me estremecieron el corazón, pero no me atreví a mover un solo músculo.

Poco a poco, la sombra empezó a desaparecer, y a medida que la sombra se desvanecía, los gemidos del animal se hacían más débiles. Hasta que por fin cesaron. Para entonces, la sombra había desaparecido. Pero cuando el perro se volvió hacia mí, y clavó sus ojos (de los cuales el izquierdo era rodeado por un parche blanco) en los míos, me di cuenta que la sombra no se había ido, estaba allí, en posesión del cuerpo del perro. Y su mirada helaba el corazón. Me enseñó los dientes, y yo eché a correr.

No me había dado cuenta que mis compañeros me llamaban para que me diera prisa. Accedí al interior de un salto a la vez que gritaba que pusieran en marcha el vehículo. Debí parecer muy aterrado porque me hicieron caso. Aún alcancé a asomar la cabeza por una ventanilla: el perro miraba con fijeza al vehículo que se alejaba.

Era un recuerdo que me había atormentado los últimos días. Más que el hecho de ver a una sombra apoderarse del cuerpo de un animal, lo que me aterraba era el recuerdo de su mirada; una mirada de odio, el odio más puro y fuerte que quepa imaginar.

Y ese perro era el que me espiaba desde el jardín de mi vecino. «Me ha encontrado», era el pensamiento que más a menudo cruzó por mi mente ese día. Y aunque su mirada no inspiraba tanto temor como aquélla noche, como camuflado, sabía que estaba allí. Y yo estaba a su vereda.  

Esa tarde y la noche que le siguió, constituyen las horas más largas de mi corta vida. Me olvidé de la comida, de los libros y folletos, de la televisión y el celular. Mi única manía era saber qué hacía aquél maldito perro allí. ¿Había ido a asustarme? ¿Iba a asesinarme? O peor aún, ¿iba a robar mi alma y apoderarse de mi cuerpo como le había visto hacer con el perro? No lo sabía, y eso me tenía intranquilo y aterrado. Ni siquiera me atrevía a salir de mi cuarto.




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