Historias de terror

Las jóvenes de la casa abandonada (I)

Esta historia me la contó un primo. Como bien puede ser cierta, también puede ser falsa. Sólo les pido que la lean, ya sabrán ustedes dar su veredicto.

Mi primo, señores, mi primo es un joven que, por razones de trabajo, ha visto mundo. Constantemente viaja a todos los rincones de la región, y aunque yo siempre estoy muy cómodo en una silla frente a una computadora, he de admitir que a veces lo envidio. Pero, tras relatarme la última de sus aventuras, ya no lo envidio tanto como otras veces.

Mi primo es, al parecer de muchas jóvenes, un tipo muy apuesto. Tiene el cabello negro, la piel bronceada y curtida por la intemperie, las piernas y los brazos fuertes y el abdomen marcado. Yo, y no es que quiera restarle méritos, lo veo como a otro más, pero las féminas no están de acuerdo. No es que quiera hablar sobre la fisonomía de mi primo, señores, pero pienso, que la última de sus aventuras, bien pudo ser causada por ese morbo que despierta en las del sexo opuesto. Pero qué sabré yo, así que me limitaré a relatar lo acaecido. Pues allá voy.

Mi primo, señores, mi primo me contó que iba en su fiel motocicleta a una comunidad que había visitado con anterioridad en al menos tres ocasiones. Omitiré el nombre de esa comunidad porque lo más probable es que ustedes no la conozcan. Si estoy obrando mal, les pido que me disculpen, señores.

Como era un lugar conocido, y puesto que tenía que pasar la noche allá, mi primo no vio la necesidad de irse desde temprano. Así que se echó una siesta vespertina. Se despertó justo a las cinco de la tarde, tal como tenía planeado, y sin necesidad de despertador. A las cinco con diez minutos ya conducía entre las calles del pueblito donde vivimos. De más está decir, que como de costumbre, lanzó algunos piropos a las mujeres con las que se encontró, dejando a estas con las mejillas arreboladas.

Pero ¡Ay!, que, a mitad de camino, se le ponchó una llanta. Y mi primo, señores, como un ritual, se puso a maldecir por lo bajo antes de calmarse. Pero como ya era viejo lobo de carretera, y no era la primera vez que algo así le sucedía, amarrado con hule en la parrilla, llevaba una cajita con llaves, tubos e inflador, para hacer el respectivo cambio. Sin más dilación, pero sin dejar de maldecir su mala estrella, se puso a trabajar.

Si, a decir de mucha gente, los días malos existen, para mi primo, señores, para mi primo aquél fue uno de los peores. No bromeo, sino, cómo me explican, que, a mitad de las reparaciones, se desatara una tormenta de las buenas. Como viejo lobo de camino, en su mochila llevaba una chaqueta y un impermeable para situaciones como aquella, pero de poco sirvieron ante la impetuoso de la tormenta.

Lo cierto es que, cuando el nuevo tubo estuvo en la llanta, y la llanta bien puesta en la motocicleta, mi primo estaba de un humor de perros, totalmente empapado, y la noche, negra, fría y húmeda lo envolvía como una mortaja. Y para empeorar las cosas, la moto se tomó su tiempo para arrancar. Ya eran más de las siete de la noche cuando mi primo se puso en marcha de nuevo. La estaba pasando tan mal que ya no creía que algo lo pudiera empeorar. En efecto, tal cosa estaba pensando, cuando, a la izquierda del camino, distinguió un punto de luz. Muy a su pesar, se permitió una sonrisa.

Mi primo, señores, a vuelta de rueda como iba por lo peligroso del clima, se permitió apretar un poco más el acelerador. Sabía que aún estaba un poco lejos de la comunidad a la que se dirigía, de manera que no se engañó creyendo que ya estaba por llegar. De lo que sí tenía certeza era de que, nadie tenía tan mal corazón como para negarle techo a un viajero en su situación, al menos hasta que cesase la tormenta. Con este pensamiento, se fue acercando a aquél punto de luz. Lo único que le inquietaba era que, no recordaba que por esos rumbos viviera gente.

Hasta que llegó a la casa cuya luz había avizorado a la distancia como un único punto de luz. Era una casa de dos plantas, vieja, con tres escalones que llevaban al porche de madera. Mi primo asegura, señores, asegura que se pensó seriamente si subir aquellos tres escalones y llamar a la puerta o continuar a vuelta de rueda hasta llegar a su destino. Y es que, aunque aquella casa no le era desconocida, de las anteriores veces que había pasado ante ella, nunca dio muestras de estar habitada. ¡Hasta esa noche!

Era cierto que la casa se le antojaba acogedora y cálida, pero también parecía lúgubre y aterradora. Hasta que al final, señores, después de una lucha interna, pudo más el frío y la necesidad de un techo que el miedo infundado al viejo caserón. De manera que llevó la motocicleta al patio de verde césped, y la dejó allí llevando agua para dirigirse él al porche. Si nadie acudía a franquearle el pasó, pensó, al menos podía esperar en uno de los viejos sillones de madera que había en el porche hasta que la lluvia cesara. Pero no hubo necesidad de ello. Apenas llamar, escuchó los suaves pasos de alguien acercándose a la puerta.

Mi primo, señores, mi primo es un modelo de masculinidad. Además de buen mozo, es educado según requiera la situación, osado y valiente. Sobre todo, es muy valiente. Sin embargo, me confesó con un poco de vergüenza, que, mientras oía las débiles pisadas que se acercaban del otro lado de la puerta, sintió miedo, un miedo tan fuerte que asomó en su cara en forma de goterones de sudor. Tentado estuvo, señores, ese hombre valiente y gallardo que es mi primo, de salir corriendo, montarse en la motocicleta y marcharse antes de que aquello que avanzaba hacia él abriera la puerta. Pero como digo, mi primo es un valiente entre los valientes, de modo que se mantuvo de pie, firme, rígido, esperando a que aquello que dejaba oír sus pisadas diera la cara.




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